19.11.06

POSTALES DEL FIN DEL MUNDO















El mito habita al sur del sur, donde aún es lícito hablar de «terra incognita». En esas soledades se citan el Atlántico y el Pacífico y se oyen los ecos de Magallanes, Drake, Sarmiento, Schouten, Darwin y otros exploradores. Hemos navegado tras su estela

El cartel sugiere una estación término, pero a Ushuaia, «el fin del mundo», le ocurre lo que a otros lugares fronterizos: está en el final de algo... y en el principio de otro algo. El 12 de octubre cumplió 122 primaveras australes y presume de ser la ciudad más meridional del planeta —la chilena Puerto Williams le disputa el título, aunque los argentinos dicen que no es una ciudad, sino un pueblo—. El visitante no sabe si amarla u odiarla: es la mejor lanzadera a Tierra del Fuego y a esa «terra incognita» que se extiende hacia Cabo de Hornos y más allá, hasta el inhóspito desierto de hielo, pero es también la ameba que se pega a las últimas cumbres del espinazo andino, una urbe que crece sin orden ni concierto —con barrios que se llaman «las 200 viviendas», «las 640 viviendas»— y que se ve incapaz de frenar el aluvión.

El gobierno argentino proyectó Ushuaia como una colonia penal a principios del siglo XX: una forma como otra cualquiera de asentar sus reales en un territorio sin un claro dueño. Aquí expiaron sus pecados tipos tan poco recomendables como Roque Sacomano, que asesinó a una telefonista al confundirla con una prostituta; o Simón Radowitzky, un anarquista de origen ruso que mató a un comisario arrojando una bomba dentro de su coche; o Cayetano Santos Godino, más conocido como el «Petiso Orejudo», un psicópata que se descolgó con estas declaraciones: «Muchas mañanas, después de los rezongos de mi padre y de mis hermanos, salía de casa para buscar trabajo. Como no lo encontraba, me entraban ganas de matar a alguien; si encontraba a algún chico me lo llevaba y lo estrangulaba». En 1927 se le realizó cirugía estética en las «orejas aladas», pues se pensaba que su maldad residía allí; hay quien sostiene que le volvieron a crecer. Murió en 1944; según las mismas fuentes, por una paliza cortesía de otros internos.


El presidio, clausurado tres años después, se puede visitar, pero la mayor atracción de la ciudad está fuera de ese viejo edificio de piedra donde deambulan fantasmas; tampoco se encuentra en las librerías, restaurantes y tiendas de recuerdos de la calle San Martín. Ushuaia es, sobre todo, la promesa de un viaje: llegas y ansías marcharte hacia ese territorio todavía no domesticado, donde los grandes océanos del planeta se encuentran poco amistosamente, donde los glaciares esculpen los valles del futuro entre afiladas montañas. Y sin embargo, el sur de la Patagonia no es sólo un paisaje. Es, sobre todo, un estado de ánimo. Sus aguas fueron surcadas por exploradores que se jugaban la vida al doblar cada codo marítimo, y sus historias escritas en el dorso de las postales admiten poca competencia.

Las cuatro estaciones en un día. Algo así debió de pensar Willem Schouten cuando llegó a esta isla barrida por las tempestades en 1616. Buscaba una ruta alternativa para sortear el monopolio de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que utilizaba las únicas vías conocidas para llegar a los destinos asiáticos: el Estrecho de Magallanes y el Cabo de Buena Esperanza. El navegante holandés seguía una pista: años antes, en 1578, Francis Drake, durante su circunnavegación del globo —con patente de corso de Isabel I de Inglaterra para tocar las narices a la flota española—, cruzó el Estrecho de Magallanes en dirección al Océano Pacífico. Una tormenta lo arrastró hacia el sur y descubrió que Tierra del Fuego no era un nuevo continente como se creía, sino una isla. Es decir, había una alternativa a la ruta «tradicional».


Sol, niebla, lluvia, granizo... Schouten aprovechó una tregua entre el cielo y el mar y dobló el cabo, al que llamó Hoorn en honor al pueblo en que nació; luego, por esas cosas del lenguaje, pasó a denominarse Hornos. Los años sembraron de pecios las profundidades de alrededor. Un monumento y un poema recuerdan a los marinos muertos, cuyas almas olvidadas vuelan en las alas del albatros «en la última grieta de los vientos antárticos». Hay un faro con su farero. Vive con su mujer y su hijo de cinco años. Tienen televisión, internet y, sobre todo, valor. Una noche llamaron a su puerta. Esto le puede ocurrir a cualquier persona en cualquier lugar del mundo, pero... ¿en Cabo de Hornos? Era un tipo que había llegado en canoa desde Punta Arenas. Da la impresión de que en estas latitudes la gente es capaz de hacer cualquier cosa, y que la locura es tan práctica como una carta de navegación. La Antártida queda casi a tiro de piedra: 650 kilómetros al sur cruzando el Pasaje de Drake, donde suelen pintar bastos. Fue descubierta en 1820, lo que habla de las dificultades para desenvolverse en la zona; pero ésa es otra historia.


Las zodiac avanzan con precaución entre gigantescos cubitos de hielo desprendidos del glaciar Pía, en el brazo noroeste del Canal Beagle. El viaje milenario de esa lengua azul nos habla de que nada es inamovible en este mundo, ni siquiera las cosas que viven con reloj geológico. Algún día, esos imponentes glaciares dejarán de existir. «Nosotros no lo veremos, ¿verdad?», pregunta ingenuamente una pasajera de la lancha. No, aunque ya están en cuarto menguante, menos poderosos que cuando los contempló Charles Darwin en 1831. El biólogo inglés que sentó las bases de la teoría de la evolución se enroló, a los 22 años, en el barco de reconocimiento HMS Beagle, capitaneado por Robert Fitz Roy, para emprender una expedición alrededor del mundo que duraría 5 años. Había interés científico, pero los ingleses buscaban también su propio paso. Lo encontraron: el Canal Beagle se extiende a lo largo de 180 kilómetros comunicando el Atlántico con el Pacífico. Aquí y allá ríos de hielo bajan desde la cordillera Darwin desgajándose en su encuentro con las espumas marinas. El avance de la nave cortando la bruma en la Avenida de los Glaciares tiene algo de sobrenatural: cualquier marino supersticioso pensaría que está en plena travesía del Estigia hacia el inframundo. No se ve un alma. Si las hubo, ya no están.


Los patagones, esos indios de dos metros de altura que alimentaron la imaginería de los primeros exploradores, se quedaron para siempre habitando en la leyenda; a otros, más reales, no les fue mejor. Los cazadores tehuelches (solían medir entre 1'80 y 1'90 metros... ¿serían estos los famosos patagones?). Los polígamos y comerciantes onas. Los pescadores yámanas, capaces de llegar en canoa al Cabo de Hornos. Los alcalufes, nómadas marinos... Todos extinguidos, o casi, a causa de las enfermedades introducidas por el hombre blanco, de la persecución y las matanzas. En Puerto Williams vive la anciana doña Cristina, la última de las yámanas. No tiene una gran opinión de Darwin: para el científico, los aborígenes eran «infrahumanos que ladran y gruñen». Flaco favor les hizo. Quizás era muy joven e inexperto cuando pasó por aquí.


En la bocana del seno De Agostini, enfilando hacia el Estrecho de Magallanes, los petreles, alcatraces y gaviotas planean tras la popa del barco. El crepúsculo tiñe de rojo las nieves del pico Sarmiento. Una suerte: la espectacular pirámide con dos cuernos suele hacerse de rogar. Visible incluso desde Punta Arenas, dicen los lugareños que la montaña logra desembarazarse de las nubes apenas diez o doce días al año. Quizás ha heredado el sino del explorador español del que tomó el nombre: Pedro Sarmiento de Gamboa.

Antes de que Sarmiento surcara estas aguas y se escribiera su desventura, el portugués Fernando de Magallanes le había vendido su proyecto a la Corona española: se podía llegar a las Indias buscándole las vueltas al continente americano. La expedición que logró la primera circunnavegación de la Tierra zarpó de Sanlúcar de Barrameda en 1519 y regresó el 6 de septiembre de 1522 al mando de Juan Sebastián Elcano, ya que Magallanes falleció en una contienda con una tribu en Filipinas. Embarcaron 237 tripulantes en cinco naves y llegaron 18 supervivientes a bordo de la nao Victoria. Cuando atravesaron el estrecho los aventureros vieron las fogatas que encendían los aborígenes en la costa, y en consecuencia bautizaron el novísimo mundo como Tierra del Fuego.

En 1579 Sarmiento llegó al Estrecho de Magallanes para ajustar cuentas con Francis Drake; no lo encontró, pero tuvo una idea: crear una serie de asentamientos para fortalecer la presencia española en aquellas tierras. Por desgracia, el proyecto se torció: en uno de sus viajes a España buscando ayuda para los colonos fue apresado por piratas ingleses y conducido a Londres. En aquella época se cotizaba tanto el oro como los mapas, y el navegante español llevaba unos cuantos. Liberado por Isabel I de Inglaterra tras arduas negociaciones, su carruaje fue interceptado por los franceses, que lo mantuvieron prisionero cinco años más. Felipe II pagó el rescate en 1590. Demasiado tarde. Durante este tiempo, el corsario Thomas Cavendish recaló en la Ciudad del Rey Felipe, una de las colonias fundadas por Sarmiento en el desolado paraje patagónico. No tuvo nada que robar. Sus habitantes habían muerto de frío e inanición. Cavendish sólo encontró a un individuo ahorcado en un árbol. Rebautizó el lugar como Puerto Hambre, y así se ha quedado para los restos.

Puerto Hambre, Canal Beagle, Cabo de Hornos, Pasaje de Drake, Estrecho de Magallanes, Tierra del Fuego, Bahía Desolada, Faro del Fin del Mundo... Aquí los nombres pesan más que en otras partes, sin duda por las historias que se prenden a los paisajes dándoles su verdadera dimensión, obligando al visitante a imaginar las peligrosas travesías de antaño, cuando el mundo era más grande e incógnito.

Fotografía: Ignacio Gil

(Publicado en ABC el 19-11-2006)

24.9.06

LA TENTACIÓN VIVE EN UNA VITRINA



Star Wars, El Señor de los Anillos, Mazinger Z, barbies, muñecos de Playmobil, personajes de Tim Burton, héroes de la Marvel... Los fans de los iconos de la cultura pop han creado auténticos "templos" de su pasión favorita. Hemos entrado en algunos de ellos

Friki (del inglés «freak»): raro, extravagante, fanático. Este término, aún no aceptado por la Real Academia Española, se usa coloquialmente para referirse a una persona obsesionada con una afición o hobby. Pero los protagonistas de esta historia, acaparadores de productos de la cultura pop, no suelen aceptar ese cartel, aunque hayan perdido la cuenta de la figuras de Star Wars que atesoran, compren cartas a 200 euros la pieza o guarden tierra de la tumba de J. R. R. Tolkien. «Normalmente no llamas “friki” a un coleccionista de sellos o de monedas. Pues nosotros hacemos lo mismo con iconos de nuestra infancia. Hay gente que no lo entiende, pero no tiene nada de raro», comenta Ismael Contreras, encargado de una de las tiendas que Generación X tiene en Madrid (www.generacionx.es). Un establecimiento lleno de tentaciones. «No son coleccionismos vinculables. El fan de Star Wars no tiene nada que ver con el de El Señor de los Anillos, aunque ambos pueden llegar a obsesionarse y buscar todos los productos de una gama. Están muy bien informados y saben lo que quieren. Llegan a la tienda y nos dicen: “El mes que viene va a salir una nueva figura. La queremos”. Y se la reservamos».

Star Wars es lo que más vende. Lo último (o penúltimo, casi cabría decir) son los muñecos «potato» con el rostro de personajes de la saga, como el «potato Vader». En la lista le sigue el «merchandising» relacionado con la novela épica de Tolkien, los personajes de Tim Burton de «Pesadilla antes de Navidad» y «La novia cadáver» y algunos clásicos de toda la vida (héroes de la Marvel, aliens, predators...). La oferta incluye figuras de plástico a precios asequibles y otras de resina, de serie limitada, que son auténticas obras de arte. En www.sideshowtoy.com hay listas de espera para adquirir estatuillas exclusivas. Sin olvidar los cómics (una serie como Spiderman tiene hasta 600 números) y las cartas coleccionables (algunas rarezas de la colección Magic alcanzan un precio de mil euros, y hay mazos para jugar a 600 euros). Esos surtidos añaden expansiones que tienden al infinito, porque la carrera de un fan no tiene meta, a no ser que él mismo se la imponga.

Ahora están en pleno apogeo los productos de «Piratas del Caribe»: desde muñecos a colgantes, incluyendo la llave del cofre del hombre muerto. Los de «Sin City» han funcionado muy bien, y la secuela que viene les dará un nuevo empujón. ¿Es usted un entusiasta de «Perdidos», la serie de televisión? Pronto habrá muñequitos en el mercado. Y también de «El laberinto del fauno», la esperada película de Guillermo del Toro. Hoy se explota todo. «Tenemos cuenta de clientes», continúa Ismael Contreras —él mismo adquiere figuras de diseño realizadas por un artista de Nueva York que, quién sabe, tal vez algún día se coticen—. Son tipos de entre 25 y 40 años, unos más coleccionistas que otros, según su nivel adquisitivo».

«¿Cuántas figuras tengo? Todas. Cuando repintan una, la compro». Gaby Navarro, 32 años, confiesa que sus días tienen 27 horas. ¿Qué tiempo dedica a su colección de Star Wars? Mejor no confesarlo. Vive en Elda (Alicante) y, desde su más tierna infancia, se encuentra febril por culpa del universo creado por George Lucas. «Tenía tres años cuando vi la primera entrega de la saga en un cine de verano, en Benidorm. Naturalmente estaba dando la tabarra, pero cuando apareció la nave espacial me quedé como hipnotizado, según cuentan mis padres. Empecé a pulirme la paga semanal que me daba mi abuelo —cien pesetas— en muñequitos. Conservo algunos, otros los rompí (ahora los he repuesto, naturalmente). De aquella colección original no me falta ninguno, bien cuidados, con su peana».

Gaby se ha centrado en las figuras de 3 pulgadas y 3/4 («se comenta en los mentideros que es lo que medía el dedo del tipo que lanzó la idea»), pero es ambicioso: busca las variaciones, los fallos (un Luke Skywalker moreno, por ejemplo, o el mismo monstruito con orejas o sin ellas). Y más: figuras de 12 pulgadas, naves espaciales, sables, pistolas, trajes, cascos... «En Estados Unidos salió un muñeco del propio George Lucas caracterizado como un personaje más. Había que adquirir un “pack” con cinco figuras que incluía un cupón para conseguir a Lucas. Hice las gestiones necesarias». No hay reto que se le resista. De los productos especiales tiene dos copias: una para la vitrina, para mirar y remirar, y otra que conserva virgen en el «blister» (caja o embalaje).

Tiene las películas en todos los formatos posibles (VHS, Beta, Láser Disc, DVD...), y todas las ediciones. «¡Pero si son los mismos filmes!», exclaman sus colegas. «Ya, pero la caja no es la misma», les contesta. Empezó rastreando material en ebay (www.ebay.es), la web de compraventa más importante del mundo, pero luego se hizo amigo de Steven, un comerciante norteamericano que se ha convertido en su principal suministrador. «Hablamos todas las semanas». Está en contacto permanente con las tiendas especializadas. «Si traen alguna pieza, la compro aquí; sale más barata». Y bucea en webs como www.rebelscum.com (el paraíso de los coleccionistas de Star Wars), www.rebel-empire.com y www.legion501.com. Es paciente. Con la experiencia se ha dado cuenta de que, tarde o temprano, se consigue todo. El sótano de su casa es su «templo de ocio».
—¿Y tu mujer no te ha puesto aún de patitas en la calle?
—No —sonríe—. Ella colecciona muñecas Barbie. Tiene más de doscientas. Si hay peleas, es por el espacio.

El factor mujer, o novia, o padres no es irrelevante. Cualquier coleccionista sabe a qué nos referimos. Juanjo García vive en Elda con sus padres, «pero me apaño». Vamos, que no hay una oposición dura. Su caso es curioso: es un apasionado de Mazinger Z, la serie de culto japonesa, pero no había nacido cuando TVE la estrenó en la década de 1970. El veneno se lo metieron sus primos mayores, con quien pasaba las vacaciones. «Les gustaba mucho, pero yo los he superado con creces», afirma orgulloso. Empezó a moverse por internet (www.mazinteamrg.tk, www.mundomazinger.com), echó sus redes en ebay y se hizo con la serie original completa (92 capítulos; en España la censuraron por su supuesta violencia y la dejaron en 24), sus secuelas («Gran Mazinger», «Grendizer», «Mazinkaiser»), álbumes de cromos, cómics, cartas... Pero su colección estrella consiste en 40 figuras de metal, de 20 centímetros de altura, importadas de Japón, que representan al mítico robot, sus aliados y enemigos. «Las hay de cien euros, o más. También tengo otras de plástico duro: una serie limitada de la que me faltan sólo dos piezas». Tiempo al tiempo.

«Mi tesoro». La frase de Gollum para definir el anillo único se puede aplicar a la legión de seguidores de Tolkien, a quienes la versión cinematográfica de «El Señor de los Anillos» les ha puesto en bandeja tentaciones para enloquecer. Y se anuncia la adaptación de «El Hobbit». Juan Carlos Iglesias, 38 años, es propietario de varios restaurantes de Barcelona. En la bodega de uno de ellos, «Rías de Galicia», junto a 25.000 botellas de vino, tiene «su tesoro»: un museo de piezas relacionadas con la obra maestra del profesor de Oxford. Hay un pasado, claro: hace más de veinte años, en Fuensagrada (Lugo), un chaval leía por vez primera «El Señor de los Anillos» e imaginaba que los bosques que lo rodeaban eran los de la Tierra Media. «Siempre he creído que los árboles tienen vida, como los ents de Tolkien», confiesa. Ahí nació su amor por la lectura, «una pasión que nace cuando lees el libro adecuado», y por el mundo de los elfos, hobbits y enanos. Cuando llegaron los primeros rumores de las películas de Peter Jackson, empezó a colaborar en www.elfenomeno.com bajo el «nick» de Seoman —personaje de «Añoranzas y pesares», la tetralogía de Tad Williams—. «La primera pieza que cayó fue la figura de un nazgûl a caballo que me regaló mi mujer», recuerda Juan Carlos. «Pero hubo un salto cuantitativo fruto de la casualidad: un día vino a mi restaurante el editor de “Wine Spectator”, la revista de vinos más importante del mundo, que, casualmente, es amigo del presidente de New Line Cinema, la productora de las películas de “El Señor de los Anillos”. Le habló de mí y me envió nueve estatuas de colección». Luego empezó una búsqueda imparable: sellos, monedas, fotogramas originales, muñecos, cascos, armas, pipas, cartas, juegos de mesa, autógrafos de los actores... y una figura de Gollum a tamaño real. Una atracción más que añadir al marisco fresco de su establecimiento: los hijos de sus clientes disfrutan de una visita guiada al museo de Seoman.

La demostración empírica de que la auténtica patria de las personas es su infancia está aquí: www.playclicks.com. ¿Una Asociación Española de Coleccionistas de Playmobil? La cosa va muy en serio: es la página web en español más importante sobre estos muñequitos, con un millar de miembros registrados, 4.000 usuarios frecuentes, 3.000 visitas diarias y una galería de 3.500 fotos; sus fans acaban de celebrar con un éxito rotundo la II Feria Nacional en Barcelona. Juan Miguel Soler alumbró esta iniciativa hace cuatro años. «Los clicks de Playmobil eran mis juguetes favoritos de pequeño, pero me reencontré con ellos hace poco», comenta. «Soy informático y se me ocurrió la idea de la web, una excusa para conocer a otros aficionados, para acceder a más material. Ahora le dedico todo mi tiempo libre». Este malagueño de 35 años atesora más de 5.000 muñecos con sus complementos —«pero no soy el que más tiene, ¿eh?»—, algunos en cajas que llevan cerradas 30 años. «¿Para qué abrirlas? Me basta con saber que están ahí. A la mayoría nos mueve el coleccionismo; también hay gente que no acapara clicks, que tiene una cantidad razonable para montar sus escenarios. A veces, no nos conformamos con el aspecto que traen de fábrica y les damos un toque particular. Vuelves a ser niño». O tal vez nunca has dejado de serlo.

(Publicado en ABC el 24-09-2006)


11.6.06

ENGANCHADOS A LAS VIDAS DE OTROS












Las ven a su hora, se las graban, se las bajan de internet, las compran, participan en foros ad hoc... Su ocio gira en torno a las series de televisión, el formato que le está dando un baño al cine

Un domingo cualquiera. Juan Carlos y Montse están en el cuarto de estar de su casa, ella comiendo mientras ve una serie, él viendo una serie mientras come. Se va la luz. Juan Carlos se queda unos segundos en trance y, de repente, sale disparado. Al rato aparece con una televisión portátil, de ésas que van a pilas. «¡Menos mal que la tenía aquí, y no en casa de mis padres!», exclama triunfante. La pone encima de la mesa, sintoniza el canal en cuestión y continúa comiendo, con un brazo en alto para que la antena capte bien la señal. El apagón se prolonga y Montse empieza a preocuparse por la comida del congelador. Al acabar la serie, su marido llama a la compañía eléctrica, indignado porque la pérdida de fluido le está ocasionando «un gravísimo perjuicio». Cuelga, mete el receptor TDT en una bolsa y enfila la puerta para ir a casa de sus suegros a continuar con la sesión televisiva. Entonces, vuelve la luz. Vuelve la alegría. «No puedo competir con este vicio», confiesa Montse resignada. «Así que me he acostumbrado a desayunar, comer y cenar viendo asesinatos y autopsias, porque sus historias favoritas son un poco violentas». Tres vídeos funcionando a pleno rendimiento, «deberes» que se acumulan los fines de semana, horas robadas al sueño...

No es un caso aislado. Ni es, desde luego, el más extremo. Manuel Martínez Velasco, director de televisión y serieadicto confeso, cuenta la anécdota de un amigo que, los días que ponen «Perdidos» en Estados Unidos, se queda en vela hasta las cinco de la mañana esperando a que alguien grabe el capítulo y lo cuelgue en la red. Aún tarda un hora en bajárselo, pero la espera merece la pena: de madrugada se mete en vena la nueva entrega de las andanzas de estos náufragos postmodernos.

Series ha habido siempre, algunas legendarias —¿quién no recuerda «Yo, Claudio», «Retorno a Brideshead» o «Raíces»?—. Pero ahora es la apoteosis. Enganchados a las vidas de otros, los «frikis» están en su mejor momento de la historia: nunca ha habido tantas tentaciones. Es como si a un goloso impenitente le ofrecieran un Everest de chocolate. La avalancha llega, fundamentalmente, de Estados Unidos, donde la adicción es ya una religión; pero el filón ha sido explotado con productos patrios que, como «Los Serrano», «Aquí no hay quien viva» o «Cuéntame cómo pasó», han cosechado un gran éxito.

«La televisión le está dando un baño al cine», señala Martínez Velasco. «Las series norteamericanas tienen mejor factura que la mayoría de las películas; las productoras tiran la casa por la ventana con el arranque y la conclusión de la temporada, y vemos pequeñas obras maestras». Cita «Los Soprano» —imprescindible—, «Perdidos» —su favorita—, «House» —la revelación del curso— o «Arrested development» —para algunos la mejor serie cómica de todos los tiempos, aún por estrenar en abierto en España—. «En fin, hay cientos, miles. Las que funcionan se quedan con nosotros varios años. Las que no, son sustituidas por otras. Y siempre nos queda el recurso de la nostalgia». En www.tv.com uno puede seguir el rastro de la serie más extravagante de su infancia; y, por supuesto, de absolutamente todas las demás.

Los tradicionales fans armados de vídeos están en peligro de extinción. La nueva estirpe es más impaciente y sofisticada, e internet es su medio natural. No sólo para los foros y los blogs (hay miles de ellos, generalistas y por series concretas, donde se disecciona cada guión, cada personaje... porque Grissom, Jack Bauer y el doctor House ya son como de la familia), sino, fundamentalmente, para descargarse material. Se puede hacer de forma legal, por ejemplo en iTunes, a un dólar por capítulo, o en plan pirata cibernético en eMule u otras páginas de dirección inconfesable («para que no las eliminen», dicen los usuarios).

Laura es una serieadicta de manual. «Me apasionan las series americanas, no tanto la televisión, y no puedo esperar. Así que me las bajo de internet o las compro en Amazon mucho antes de que aterricen en nuestro país». Busca pistas en webs como www.televisionwithoutpity.com , y actúa en consecuencia. «“Prison Break” es la más espectacular que me he bajado este año del eMule; creo que La Sexta ha anunciado su interés por comprarla. También estoy enganchada a “Arrested development”, la comedia definitiva. ¿Elegir un título? No creo que pudiera. Bueno, soy bastante fan de “Buffy cazavampiros”. Otra de mis referencias es “Padre de familia”, que es como “Los Simpson”, pero brutal. Fue cancelada en 2002 y estuvo durante dieciocho semanas en el número uno de ventas de DVD en Estados Unidos, así que “resucitó” por aclamación popular en 2005. Además, a su autor, Seth MacFarlane, le encargaron un nuevo producto, “Padre made in USA”».

Da la impresión de que estos tipos podrían escribir una tesis sobre sus series favoritas. O hablar de ellas hasta el día del juicio final. La conclusión común podría ser algo parecido a esto: el cine está acabado, sobre todo en el «imperio», pero las minipelículas fabricadas para la tele son irresistibles. Y queremos más.

House, el doctor irreverente que enamora

«Ramona, qué picarona —dice el doctor a una anciana a la que realiza un examen vaginal—. O se ha echado un novio de 19 años o uno de 80 que toma pastillitas azules». Cuenta la leyenda que Bryan Singer, productor de «House», aún espera la llamada de Fox —cadena por antonomasia de las series, de tendencia más bien conservadora— para que pare la hemorragia de transgresión e ironía de su criatura. También que el director, en el «casting» previo, aburrido de ver candidatos, exclamó «¡por fin un buen actor americano!» cuando dio el visto bueno a Hugh Laurie (inglés de Oxford, para más señas). «Dice cosas que ya me gustaría soltar a mí en otras situaciones». «Sus gestos, su forma de ver las cosas, su inteligencia... ¡es genial el tío!». Los comentarios son de un foro de fans, que pueden votar las mejores frases del irreverente facultativo en www.cuatro.com/house.

(Publicado en ABC el 11-6-2006)

13.5.06

PEREGRINOS DEL GRIAL






















Destinos tradicionales, como París y Londres, y otros más alejados del turismo masivo, como Lincoln o Rosslyn, aprovechan el filón de «El Código Da Vinci» para atraer visitantes. ABC ha seguido la ruta del fenómeno editorial y cinematográfico

La guía se detiene frente a «La muerte de la Virgen», de Caravaggio, y esboza una sonrisa de suficiencia. «¿Alguien piensa que un anciano gravemente herido podría descolgar este cuadro para que saltara la alarma?». Los turistas sacuden la cabeza. El lienzo es imponente, así que... otro disparate más de Dan Brown. Pero les da igual. Están en la Gran Galería del Louvre, que alberga obras maestras del arte italiano, aunque este detalle también es irrelevante. Aquí fue asesinado Jacques Saunière, conservador del museo y gran maestre del Priorato de Sión, un crimen que desencadena la trama de «El Código Da Vinci». Eso es lo que importa. Por eso están aquí, y no tienen inconveniente en perdonar las meteduras de pata de Brown y centrarse, casi exclusivamente, en las piezas citadas por él dejando las demás para mejor momento. El autor de la novela más polémica y exitosa de los últimos tiempos no especifica que fuera este cuadro el que bajara Saunière, pero está cerca del lugar donde apareció su cuerpo y, además, está representada María Magdalena, lo cual es una pista definitiva.

En la siguiente parada, en mitad del pasillo, la guía saca un papel con la reproducción del archifamoso dibujo de Leonardo da Vinci «El hombre de Vitrubio», una figura masculina que marca el canon de las proporciones humanas y también la postura en que apareció el cadáver del conservador del Louvre. El morbo sube varios enteros entre el grupo. Este es el lugar. Cerca está «La Virgen de las Rocas», también de Leonardo, una obra en «clave» que ha dado lugar a muchas interpretaciones, pero con una característica clara: se trata de un óleo sobre tabla que difícilmente podría ser rajado con una rodilla, como amenaza hacer en el libro la criptógrafa Sophie Neveu cuando es descubierta por un guardia de seguridad. Además, no está en la Salle des États frente a la Mona Lisa, como sostiene Brown.

La sonrisa más enigmática del mundo, protegida por un cristal blindado, recibe cada hora 1.500 visitantes, que se conforman con mirar el cuadrito de 77 x 53 centímetros desde una distancia prudencial. Aquí no hay rejas que servirían para atrapar ladrones, aunque sí severos vigilantes que no admiten ni una broma.

París, la ciudad que domina el arte de la reinvención sin perder su seductora personalidad, no podía dejar pasar esta oportunidad. El fenómeno de «El Código Da Vinci» está, además, a punto de dar otro estirón con el estreno de la versión cinematográfica. El Louvre no quiere saber nada del asunto —una vez embolsados los 1,5 millones de euros por colaborar en la película—, pero hay más de 25 agencias que ofrecen «tours» privados, se organizan seminarios en el lujoso hotel Ritz (150 euros por grupo de hasta tres personas, consumición no incluida) y los responsables turísticos franceses, británicos y escoceses se han asociado para promocionar el producto. Ellen McBreen, historiadora del arte y fundadora de la agencia Paris Muse, no se traga la mayor parte de las teorías del libro, pero plantea el recorrido como una «exploración colectiva». «Hay gente que está empezando a venir al Louvre después de leer “El Código...”. ¿Por qué no aprovechar este interés?».

Atracciones parisinas como los Jardines de las Tullerías, los Campos Elíseos, la iglesia de Saint-Sulpice o la Gare Saint-Lazare son exploradas con otros ojos (por cierto, desde esta estación no se puede sacar un billete para Lille, como hacen los protagonistas de la historia; para eso tendrían que haber ido a la Gare du Nord —en la edición francesa se cambia una estación por otra para que la contradicción no cante demasiado—). Otras, como el Château de Villette —residencia de Leigh Teabing en la novela—, a 40 kilómetros de la capital, cerca de Versalles, han sido descubiertas por el gran público. Claro que no todo el mundo puede permitirse el lujo de alojarse aquí: el precio por persona de un paquete de cinco noches en habitación de lujo, pensión completa, una comida en el Ritz de París, visitas a las localizaciones y participación en un coloquio con un historiador cuesta entre 3.900 y 4.300 euros.

El meridiano cero, la línea imaginaria que une los polos, pasa por Greenwich, al este de Londres, pero no siempre fue así. Ptolomeo, en el 150 d. C., lo situó en la isla de El Hierro, donde se mantuvo durante 1.700 años, aunque convivió con otros sistemas nacionales. En Francia pasaba desde 1667 por la capital, y uno de sus grandes defensores fue el astrónomo François Arago, director del Observatorio de París a principios del siglo XIX. En 1995, como homenaje a Arago, el artista holandés Jean Dibbets señaló este meridiano con 135 medallones de bronce incrustados en el suelo sobre la «Línea Rosa» que cita Dan Brown. Algunos de estos medallones han desaparecido en los últimos meses, sustraídos por los «códigomaníacos». Once se encuentran en el Louvre. Pero ninguno en Saint-Sulpice.

Se trata de una de las falsedades que salpican desde la novela a esta espléndida iglesia, la segunda en tamaño de la ciudad después de Nôtre Dame, y que el padre Roumanet intenta explicar a los visitantes, en persona o a través de un mensaje situado cerca de un misterioso obelisco: «Al contrario de lo que se afirma en un “best-seller”, esta iglesia no fue construida sobre un templo pagano. La línea metálica marcada en el suelo nunca fue conocida como la “línea rosa”. Y las letras P y S que se aprecian en las vidrieras hacen referencia a los santos Pedro y Sulpicio, no al Priorato de Sión».

La línea —que sí transcurre en sentido norte-sur, pero no sobre el meridiano— es, en realidad, un gnomon, un instrumento astronómico instalado en 1743. A través de un orificio en la ventana situada en el lado sur entra un rayo de sol que incide sobre la línea a las doce en punto —el mediodía se comunicaba a los parisinos con el tañido de las campanas—. Pero también servía como calendario para mostrar los equinoccios: los dos días del año en que, por hallarse el sol sobre el ecuador, el día y la noche duran lo mismo en todos los lugares del mundo. Entonces, el rayo asciende por el obelisco, llega a la esfera dorada y hace brillar la cruz. Bajo el pilar donde Brown colocó una pista falsa sobre el Santo Grial, los sacerdotes de Saint-Sulpice hablan del legendario órgano de la iglesia, el mayor de Francia, con 20 metros de altura y cinco teclados manuales, que puede escucharse durante las misas y los conciertos —gratuitos— que se ofrecen cada mes.

Al otro lado del Canal de La Mancha los ecos de Leonardo da Vinci quedan apagados por otros poderosos ecos ligados a la leyenda del Santo Grial: los caballeros templarios. El barrio del Temple es un Londres silencioso y oculto en el corazón de la bulliciosa metrópoli, que uno descubre al doblar una esquina en Fleet Street. Cuartel general de los monjes guerreros en su época de esplendor, hoy de los juristas más renombrados de Inglaterra (esos tipos con peluca y toga que vemos en las películas), su iglesia es el edificio más antiguo de la zona (se comenzó a construir en 1160). Los caballeros yacentes de la nave redonda —que se levantó a semejanza del nada pagano Santo Sepulcro de Jerusalén— no son tumbas, como explica un monaguillo en la novela, sino cenotafios, monumentos funerarios donde no están los cadáveres de los personajes a quienes se dedican.

A un paso, en la calle Strand, está el edificio principal del prestigioso King's College. La cámara octogonal de la biblioteca Maughan, citada en «El Código...», existe en realidad: está en Chancery Lane, cerca del campus de Strand. Allí los protagonistas hallan la pista que les lleva a la tumba de Isaac Newton, en la abadía de Westminster, un hito más en el viaje hacia la última respuesta.

Desde que la tradición empezara con Guillermo el Conquistador, en 1066, la abadía ha sido la «iglesia de la coronación» de los reyes y reinas ingleses. Además, esta obra maestra de la arquitectura, siempre atestada de visitantes —resulta inverosímil que en la novela aparezca casi vacía, aunque fuera «una mañana lluviosa de abril»—, es un gigantesco mausoleo donde reposan cientos de personajes notables (como Isabel I, Churchill, Darwin y el citado Newton) y —como recuerdan sus responsables— una iglesia viviente, un lugar para la oración. Quizá por este motivo no consideraron muy respetuoso llenar el recinto de focos y cámaras.

Lincoln sonríe por ello. Y todo gracias a su catedral, la tercera más grande de Gran Bretaña, un impresionante templo gótico que supera con mucho la altura de los tejados de esta apacible ciudad de las Midlands inglesas, que se vio revolucionada con la película. Los curiosos se agolpaban en la puerta del White Hart Hotel, donde se alojaban los artistas. El propietario del restaurante «The Old Bakery» aún enseña hoy a sus clientes un ejemplar de «El Código Da Vinci» lleno de autógrafos, que piensa subastar próximamente para una obra de caridad. «Doble» de Westminster en el rodaje, en el interior de la catedral se hizo una réplica de la tumba de Newton. Los turistas ya no se conforman con buscar la irreverente figura del diablillo que se encuentra en el coro, y preguntan por el asunto de moda. Escenarios cercanos han tenido un papel similar. En el castillo de Belvoir se realizaron las tomas exteriores de Castelgandolfo; en Burghley House, las interiores.

El «efecto Da Vinci» también ha beneficiado a la capilla de Rosslyn, situada a diez kilómetros al sur de Edimburgo. Esta colegiata del siglo XV ha intrigado a los investigadores por su esotérica decoración. Se la relaciona con leyendas de todo tipo, desde el Santo Grial al Arca de la Alianza, pasando por los templarios y los masones. Es renombrada por sus más de cien «hombres verdes», cabezas a las que les sale vegetación de las bocas; creencias paganas hablan de la unión entre el ser humano y la naturaleza. Los trabajos de restauración no permiten disfrutar del exterior, pero el interior da para dos horas largas si se pretende rastrear todos sus secretos.

El final de la búsqueda de Robert Langdon, el protagonista del libro (Tom Hanks en la película) acaba donde empezó, en el Louvre. Esta vez en el centro de una plaza subterránea donde se cruzan los pasillos que conducen al museo, las tiendas y algunos restaurantes. El lugar donde la Pyramide Inversée, una enorme claraboya, casi se toca con una pequeña pirámide de piedra. El cáliz y la espada. «La búsqueda del Grial es literalmente el intento de arrodillarse ante los huesos de María Magdalena. Un viaje para orar a los pies de la descastada, de la divinidad femenina perdida». La última ocurrencia de Dan Brown no empuja a los turistas a caer de rodillas y rezarle a la pirámide, sino, como mucho, a perseguir con sus cámaras los arco iris que se forman en el ventanal del techo.


Notas del gráfico LA RUTA DESCODIFICADA

LA MONA LISA
Leonardo Da Vinci consideraba "La Gioconda" o la "Mona Lisa" como su obra maestra. Es un óleo sobre tabla de álamo, pintado entre 1503 y 1506. Al parecer, retrató a una dama florentina, Lisa Gherardini, casada con Francesco del Giocondo (de ahí su sobrenombre). Algunos historiadores creen que la mujer es el propio Leonardo con rasgos femeninos. Su enigmática sonrisa ha convertido este rostro en un icono cultural. En la novela, Jacques Saunière deja un mensaje sobre el plexiglás que protege el cuadro.

LA VIRGEN DE LAS ROCAS
En 1483, el artista recibió el encargo de la Hermandad de la Inmaculada Concepción de pintar un cuadro para el altar de una iglesia en Milán. Pero el resultado no agradó al cliente, y tuvo que pintar una segunda versión (en la actualidad, en la National Gallery de Londres). "La Virgen de las Rocas" es un lienzo en "clave", cargado de significaciones herméticas. En su reverso, Sophie Neveu encuentra una misteriosa llave.

EL HOMBRE DE VITRUBIO
Leonardo dibujó "El Hombre de Vitruvio" en uno de sus diarios. En la actualidad se halla en la Galería de la Academia de Venecia. Se trata de un estudio de las proporciones del cuerpo humano masculino, realizado a partir de los textos de Vitrubio, arquitecto de la antigua Roma. En "El Código...", el cadáver de Sauniére aparece en esta postura.

LOS TEMPLARIOS
El mito acompaña a la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, más conocidos como Caballeros Templarios o del Temple. La orden fue fundada hacia 1118 por el noble francés Hugo de Payens junto a otros ocho caballeros. Su función era escoltar a los peregrinos a Tierra Santa. Con el tiempo, los monjes guerreros adquirieron gran poder e influencia. En 1307, Felipe IV, rey de Francia, que codiciaba sus posesiones, ordenó encarcelarlos a todos bajo acusación de adorar a un ídolo de nombre Bafomet, asesinar niños y mantener relaciones homosexuales. En 1312, el Papa Clemente V disolvió la orden. En Inglaterra gozaron, en cambio, de gran prestigio e influencia política. Sin embargo, sus inmensos tesoros desaparecieron sin dejar huella. ¿El Santo Grial se contaba estre ellos?

PISTAS PARA NO EXTRAVIARSE

En París: Museo del Louvre
Rutas guiadas
Taller-coloquio sobre el CDV en el Ritz
Château de Villette
En Gran Bretaña: Turismo Británico
Abadía de Westminster
The Temple Church
Catedral de Lincoln
White Hart Hotel, Lincoln (donde se alojó el equipo de la película)
The Old Bakery, Lincoln (el restaurante favorito del director y los actores)
Burghley House
Belvoir Castle
En Escocia: Turismo de Escocia
Capilla de Rosslyn
Escenarios de la película
Una guía: "Viaje a los escenarios de Dan Brown". Oliver Mittelbach. El País Aguilar.


(Publicado en ABC el 13-5-2006)