Hoteles con fantasmas, castillos encantados, misteriosos círculos de piedras, leyendas artúricas, brujería... Les proponemos un viaje nada convencional por la Inglaterra mágica que se esconde en la campiña y en la costa de Wessex, Devon y Cornualles, en el esquinazo oeste del país. La cara tenebrosa del verde y amable mosaico rural inglés
«¿No huelen ustedes a viejo?». Margaret, una de las camareras de «The Old Bell», que presume de ser el hotel más antiguo de Inglaterra (ya tuvo huéspedes en el siglo XIII), ha abierto la puerta de la habitación «James Ody», pero no ha cruzado el umbral. «Pasen, pasen, miren lo que quieran, hagan fotos... yo me quedo aquí. Ya he tenido bastante por hoy». A Margaret le ha tocado limpiar por la mañana la estancia donde, hace unos años, apareció el cuerpo emparedado de una mujer, la Dama Gris, cuyo espíritu —dicen— nunca ha abandonado el lugar. «Nadie sabe quién es. Yo no la he visto nunca, pero sí he sentido su presencia. Y frío. Un frío aterrador. Y ese olor a viejo, incluso cuando se ventila». Cuatro paredes echándose el aliento, un techo abuhardillado, muebles vetustos, la clásica moqueta de los hoteles ingleses, poca luz... Lo único que no encaja en el decorado es el televisor, pero un fantasma no desentonaría. «A los huéspedes no les decimos nada para no asustarlos. Pero hay gente que conoce la historia y pide esta habitación ex profeso, porque da muchísimo morbo». La camarera afirma que en una ocasión los muebles se movieron y bloquearon la puerta. En la planta baja del establecimiento, al final de un corredor, hay un gran espejo que, según los empleados, a veces no devuelve la imagen de la persona que se mira en él, sino la de la Dama Gris. Suele ocurrir a media noche.
«The Old Bell», en Malmesbury, está pegado a las ruinas de una abadía que también tiene su miga, pues cuentan que es el hogar del «monje volador», el fantasma de un intrépido religioso que se lanzó desde una de las torres del edificio montado en una rudimentaria ala delta que no le ahorró un aterrizaje dramático. La abadía dispone de un camposanto al uso, con finas y largas lápidas cubiertas de líquenes y clavadas en un césped impecable. En la esquina sureste está la tumba de Hanna Twynnoy, que murió en 1703 a la edad de 33 años. «La fiereza de un tigre le quitó la vida, y ahora yace aquí, en este lecho de caliza», reza su epitafio. ¿Tigres en la comarca de Wiltshire, en plena campiña inglesa? La explicación es sencilla: el animal pertenecía a un circo ambulante y atacó a Hanna en el pub White Lion (donde lógicamente iría un felino fugado). Los bellos jardines que rodean la abadía y el hotel invitan a un paseo nocturno de pura taquicardia.
Damas grises y monjes lideran el ranking fantasmagórico del suroeste de Inglaterra, pero hay niños, jueces y ahorcados a los que les quedaron asuntos pendientes tras exhalar su último aliento. Como William. «Mírenlo, está ahí sentado». Al señor Baker cuesta trabajo entenderle, porque las palabras se deslizan con dificultad por el irregular almenado de su boca. Señala con el dedo una silla vacía junto a la chimenea. «¿De verdad que lo está viendo?». «¡Claro!» —exclama sorprendido, como si descubrir un espectro tomando unas pintas fuera la cosa más normal del mundo—. «¿Ustedes no?». William es una de las atracciones de «The Chough Hotel», en Chard, un pub que ocupa un edificio de 1644 cargado de recuerdos materiales y espirituales. Uno de los más conspicuos es la lápida de la tumba de un tipo llamado Winifred que forma parte de la albañilería de la chimenea. Cómo llegó hasta allí, es un misterio, aunque la leyenda asociada dice que nadie ha podido sacar una fotografía con flash de la piedra en cuestión.
Pero la joya del «Chough» es una pandilla de fantasmas infantiles. «Sí, mis hijas juegan con ellos en su habitación», dice Jason, el propietario del local e hijo del desdentado señor Baker. Dos rubitas con la pinta de la protagonista de «Poltergeist» asienten con la cabeza antes de iniciar un rally con triciclo entre las mesas del pub. «Son quince o veinte niños, aunque desconocemos su identidad. Estamos investigando. El 17 de mayo de 2003 vino un grupo de dieciséis parapsicólogos y pasó la noche en la casa. Aquí tiene sus conclusiones». El informe, de seis folios, recoge la sobrecogedora experiencia de estos expertos en las diferentes estancias del «Chough». Por ejemplo, una tal Heidi Graham cuenta que vio el fantasma de un anciano, con larga melena rubia, junto a la chimenea. El famoso William. Además de su nombre, la aparición le reveló su edad, 68 años, y su historia: era un salteador de caminos que acabó expiando sus culpas colgado de un roble. Un colega de Heidi, Chris Carter (así se llama, curiosamente, el creador de la mítica serie de televisión «Expediente X». ¿Será el mismo Carter?) recogió en su termómetro diferencias de temperatura de hasta cinco grados centígrados en zonas del bar separadas por muy pocos metros. Aquí hay colillas, aquí han fumado, debió pensar. O lo que es lo mismo: súbitas corrientes frías equivalen a presencias de ultratumba.
El dormitorio de las niñas, situado en el primer piso, resultó ser una mina. Los parapsicólogos notaron tocamientos en manos y cabello y escucharon los llantos de tres pequeñas llamadas Nancy, Polly y Mary. Lloraban porque querían jugar al escondite con las hijas de Jason. Un miembro del equipo, Lainie Smythe, contactó en otra habitación con Elizabeth, que murió en 1845, a los 15 años de edad. Cuando ella vivía aquí, el edificio era un burdel, y su madre hacía las funciones de madama. Sus cuatro hermanas ejercían la prostitución, y como ella no quería seguir ese camino se suicidó ingiriendo veneno. Elizabeth, bastante parlanchina para las costumbres fantasmales, dio bastantes pistas a los investigadores sobre los otros inquilinos que han convertido el «Chough» en uno de los lugares más aterradores de Inglaterra.«¿Miedo? Nooo... Estamos convencidos de que estos espíritus nos protegen», comenta Jason. «Y son buenos para el negocio». Es temprano —apenas las diez de la mañana— y ya hay clientes en el pub. Tres jóvenes se sientan alrededor de la mesa de William, el ahorcado, dejando libre la silla del fantasma. «Es nuestro sitio favorito —dicen—; y solemos invitar a William a una cerveza para que no se mosquee ». ¿Podrá hacerla pasar sin dolor por su gaznate roto?
Los pubs encantados abundan. En Avebury, por ejemplo, un lugar conocido por su círculo de piedras, hay un establecimiento, el «Red Lion», donde deambula el espíritu de Flori, que fue arrojada a un pozo por su marido cuando, al regresar de la guerra civil inglesa, la encontró retozando en la cama con un vecino. Algunos camareros y clientes aseguran haber visto el fantasma de la muchacha adúltera, que frecuenta el lavabo de señoras y suele mostrarse más espeluznante que amistosa.
«Aquí está la llave. Habitación 5». La recepcionista del «White Hart Hotel», en Exeter, se encoge de hombros y sonríe. La «número 5» está en el ala antigua y más aislada del edificio, en mitad de un estrecho pasillo. Su aspecto es poco espectacular: estrecha e incómoda, con una cama, una repisa con la intendencia habitual —un calentador de agua, paquetes de galletas, sobrecitos con café, té, cacao y azúcar—, una tabla para planchar plegada en la pared y una butaca. La cama mira hacia la ventana y el cuarto de baño, que es donde está el meollo del asunto. En ese rincón espera cada noche el espíritu de un juez que vivió en estas dependencias. Al parecer, el fantasma de su amante, que ha sido visto repetidas veces en el jardín exterior, termina colándose en la estancia. El resto de la historia queda en la memoria de algún huésped que, sintiendo un inexplicable erizamiento del vello en mitad de la noche, abre los ojos y se encuentra con el percal.
Ver para creer. O creer para ver. «Sí, a veces es cuestión de fe», dice Alan, el guía de los «Ghost Walks» de Bath, una ciudad famosa por sus baños romanos y su arquitectura georgiana. Y por sus espíritus. Este circuito organizado —fórmula que es posible encontrar en otras ciudades inglesas— recorre calles, jardines y edificios que cargan con una historia tétrica. Por ejemplo, el «Garrick's Head», un pub que sirve de punto de encuentro para iniciar la ruta y donde los sucesos paranormales forman parte del menú diario. En los alrededores del pub y del Theatre Royal se citan cada noche los fantasmas de una mujer adúltera y de su amante, que vivían en Bath en el siglo XVIII. El tipo fue despachado por el irritado marido y ella se suicidó. El número 1 de Royal Crescent, una suntuosa residencia palladiana de 1770, es el hogar del espíritu de una joven que canta y sonríe a quien se topa con ella, testigo que normalmente no le da ni las buenas tardes. Y en Assembly Rooms, donde la rica burguesía que veraneaba en Bath en el siglo XVIII se reunía para jugar a las cartas, bailar y escuchar música, hace sus apariciones estelares el Hombre del Sombrero Negro, uno de los fantasmas más populares y vistos... por los que tienen fe.
¿Y qué hay de los castillos, las piedras por las que las almas en pena sienten predilección? En estas comarcas inglesas no podían faltar las fortalezas encantadas, como las de Devizes, Okehampton, Totnes y Sherborne. Este último pueblo cuenta, además, con una preciosa iglesia monástica. Al este se alzan las ruinas del castillo antiguo, cuya construcción se remonta a 1107. A finales del siglo XVI, sir Walter Raleigh se encaprichó del inmueble y lo adquirió con la ayuda de la mismísima Isabel I. Más tarde, el noble se casó con una de las damas de honor de la soberana, sin permiso de ésta, y la jugada le costó pasar una temporada a la sombra en la Torre de Londres. Después de invertir grandes cantidades de dinero en restaurar su propiedad, decidió construir una segunda fortificación, pero apenas pudo disfrutarla, pues fue devuelto de nuevo a prisión, esta vez por orden del rey Jaime I. Ambos fortines pasaron entonces al conde de Bristol. El antiguo fue destruido por Cromwell en 1645, después de un asedio de 16 días. Con tantos disgustos en vida y en muerte con estos castillos, parece lógico que el espíritu de sir Walter no haya abandonado el lugar, y que deambule entre las ruinas y el edificio que queda en pie, separados por verdes praderas y un lago de ensueño.
Caballeros medievales, doncellas, druidas, viajeros «new age» y místicos de todo pelaje y condición se dan cita en Stonehenge, el círculo de piedras que empezó a ser construido hace 5.000 años, para celebrar el solsticio de verano, una cita que exaspera a los arqueólogos y encanta a los vendedores de disfraces y cultivadores de marihuana. A principios de los 90, la prohibición policial de este tipo de reuniones desembocó en una batalla campal que fue calificada de «vergüenza nacional» por la Cámara de los Comunes. Así que después de la tormenta el sarao sigue en pie, lo mismo que los prehistóricos menhires, aunque el English Heritage ha impuesto unas condiciones: no se puede escalar a las piedras, pues se dañarían los delicados líquenes que las cubren, y no están permitidos los sacos de dormir, las mascotas, las cantidades industriales de alcohol y los «loros» para escuchar a Bob Marley y asimilados. Estas condiciones se incumplen a rajatabla.
Lo cierto es que a muchos de los presentes en este multitudinario guateque les da igual que el sol salga por Antequera o se filtre por los arcos de tan venerables piedras, pues el amanecer los sorprende bastante fumados y bebidos, o agotados después de tocar los tambores toda la noche y bailar haciendo juegos malabares con unos luchacos de última generación. Pero sí hay personas que dicen sentir «algo especial» con la llegada del nuevo día, como si el nacimiento del verano les cargara las pilas espirituales, y la borrasca acude a sus ojos, y juntan las manos y se ponen al rezar.
El lugar impone, a pesar de las aglomeraciones, y tiene todos los elementos para la investigación científica, la especulación folclórica y la meditación trascendental. La construcción, que se realizó en varias etapas durante un periodo de 1.500 años, comenzó hacia 3000 a. C. con el terraplén y el foso circulares que se hallan en la zona exterior. Mil años después se intaló en el interior un anillo de losas de granito, conocidas como «piedras azules» por su color original. Proceden de las montañas Preseli, en Gales (¡a casi 400 kilómetros de Stonehenge!). Cómo se las apañaron los hombres primitivos para transportar estas «bluestones» de cuatro toneladas hasta aquí, es una incógnita.
En torno a 1500 a. C., los megalitos que le dan su irresistible personalidad al monumento fueron dispuestos en círculo para formar dólmenes de sarsen (un tipo de arenisca). Se extrajeron de una roca extremadamente dura que se encuentra en Marlborough Downs, a 30 kilómetros de aquí, y se calcula que para traer cada una de estas piedras, de 50 toneladas de peso, fue necesaria la participación de 600 obreros. Las «bluestones» fueron redistribuídas hasta formar un arco de herradura, en cuyo interior se situó un «altar». Alrededor se configuró una segunda herradura formada por cinco dólmenes de sarsen. Posteriormente, rodeando los arcos, se levantó un círculo de 30 gigantescos menhires, de los que se conservan 17 en posición vertical y 6 en horizontal. Stonehenge significa, en inglés antiguo, «piedras colgantes». Fue erigido en la noche de los tiempos y ha sobrevivido a muchos solsticios y muchos pillajes (antaño, los turistas alquilaban martillos al herrero de Amesbury para golpear los megalitos y llevarse trozos como souvenirs). ¿Qué es Stonehenge? ¿Un observatorio astronómico? ¿Un símbolo de poder? La última teoría, publicada por el doctor Anthony Perkins en la revista de la Real Sociedad Médica Británica, afirma que el conjunto es una representación simbólica de los órganos sexuales femeninos, algo que ha sido tomado con razonable escepticismo por los especialistas, resignados ya a que el yacimiento, como reza el folleto que dan en la entrada, sea «un misterio para siempre».
En la Inglaterra mágica no hay que pasar por alto Avebury —un complejo prehistórico menos visitado y, al menos, tan impresionante como Stonehenge—. Muy cerca se yergue la colina de Silbury, una montaña artificial del tamaño de la menor de las pirámides egipcias; su construcción tuvo lugar en 2500 a. C., y poco más se sabe. El Tor de Glastonbury («tor» es una palabra celta que define un monte de forma triangular) es frecuentado por hippies con ataques de misticismo. Las vistas de la campiña de Somerset merecen la ascensión a esta tachuela de 160 metros de altura. Belleza palpable en la tierra de los espíritus.
(Publicado en ABC el 19-7-2003)
19.7.03
25.5.03
HERMANA HOMO SAPIENS
Las apariencias engañan. Así que, siguiendo al pie de la letra un consejo de la propia Jane Goodall, lo mejor es dejarse guiar por los datos empíricos de la realidad, un ejercicio paciente que nos obliga a quitar las capas superficiales para descubrir lo que somos, no lo que creemos que somos. Miren la foto: parece una de esas adorables abuelitas que regentan un «bed & breakfast» en la campiña inglesa, que te arreglan el cuerpo de buena mañana con huevos fritos, salchichas, beicon, tostadas y mermelada casera. Pues la realidad es muy distinta. La de la imagen es una niña de 69 años que nunca deshizo el equipaje de curiosidad y pasión que nos hacemos en la infancia. Con voz dulce le gusta contar una anécdota que le sucedió cuando tenía cuatro años: «Ayudaba en una granja familiar a recoger los huevos que ponían las gallinas. No entendía de dónde salían esos huevos, y las respuestas de los adultos no me parecían convincentes, así que me escondí durante cuatro horas en una caja, en el gallinero, para observar. Cuando volví a casa mis padres estaban al borde del infarto, incluso habían llamado a la policía. Pero mi madre vio el brillo en mis ojos y escuchó emocionada lo que había descubierto».
Su madre, Vanne, fue un apoyo fundamental en los difíciles comienzos, la única que no se burló cuando Jane anunció su aventura africana, allá por 1960. Louis Leaky, el famoso paleontólogo, intuyó que las mujeres serían mejores observadoras, más pacientes y persistentes que los hombres, y con una gran capacidad para mediar en los conflictos familiares (virtud muy útil cuando se trabaja con animales de fuertes costumbres sociales); por eso escogió a Dian Fossey para lidiar con los gorilas de montaña y a Jane Goodall para hacer lo propio con los chimpancés. El estudio más largo sobre primates realizado hasta entonces, a cargo de George Schaller, necesitaba una revisión. Así que nuestra protagonista hizo el petate y viajó al Parque Nacional de Gombe (Tanzania) con poco presupuesto y menos experiencia, pensando que en un año estaría todo el pescado vendido, para bien o para mal. Y pasaron cuatro décadas. Gombe se convirtió no sólo en un campo de pruebas para el conocimiento de los parientes más cercanos del hombre, sino en un refugio espiritual. «Salgo sola a la selva y una paz interior se apodera de mí», confiesa Jane. «Me preocupa que las nuevas generaciones piensen que pueden prescindir de la naturaleza, la necesitamos para mantener la mente sana. No sólo la estamos cubriendo con cemento, sino que los niños la sustituyen por la realidad virtual».
El Instituto Jane Goodall ( www.janegoodall.org ) continúa con la cruzada, manteniendo al día la investigación sobre los chimpancés de Gombe, cuidando a los que han quedado huérfanos por culpa de los furtivos y realizando un seguimiento de los que están en cautividad. Hace un siglo había dos millones de chimpancés en libertad; hoy, entre 150.000 y 200.000 repartidos en una veintena de países africanos, y unos 5.000 «prisioneros» en zoos, laboratorios y circos ambulantes. Los salvajes viven en pequeños retales de bosque, aislados, con peligro de pérdida de diversidad genética. Náufragos en islas asediadas por empresas madereras y por cazadores sin escrúpulos. «Para mí, es un auténtico genocidio», dice Goodall.
La extraordinaria vida interior y la inquebrantable fe de esta mujer en las virtudes del espíritu humano quedan reflejadas en «Gracias a la vida» (Mondadori), su libro de memorias, donde habla de los sentimientos «humanos» de los chimpancés, como la felicidad, la tristeza, el miedo y la desesperación; de sus habilidades (se reconocen frente al espejo, pueden aprender el lenguaje de los sordomudos, pintar...); de su capacidad para morir de pena. Pero la «hermana Homo sapiens» no olvida su propia especie, y ha lanzado en cuarenta países un ambicioso programa, «Roots & Shoots» (raíces y retoños), de apoyo a niños y jóvenes. «Las raíces logran una base sólida; los retoños, aunque parecen pequeños, son capaces de romper un muro para llegar a la luz del sol», comenta esta niña con canas recogidas en una coleta que no ha renunciado a la curiosidad, pues el aprendizaje del mundo que nos rodea no acaba nunca.
(Publicado en ABC el 25-05-2003)
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