23.10.04

LA ISLA DE LOS TESOROS

Más allá de los tópicos, Irlanda es un lugar sorprendente por su mezcla de tradición y futuro

«Ha sido una noche encantadora, Frank. ¿Verdad que éste es un gran país?». «Lo es». Frank McCourt acaba así su novela, «Las cenizas de Ángela», una autobiografía que relata su estremecedora peripecia infantil en una Irlanda asfixiada por la miseria y la intransigencia, donde hay que sentirse afortunado por poder lamer un papel de periódico grasiento que ha servido para envolver pescado frito, o por compartir un retrete con varias decenas de personas, o por burlar la tisis un día más. El gran país al que se refieren esas últimas líneas del libro es Estados Unidos, adonde Frank escapó en busca de una vida mejor. «En todas partes hay gente que presume y que se lamenta de las penalidades de sus primeros años, pero nada puede compararse con la versión irlandesa: la pobreza; el padre, vago, locuaz y alcohólico; la madre, piadosa y derrotada, que gime junto al fuego; los sacerdotes, pomposos; los maestros de escuela, despóticos; los ingleses y las cosas tan terribles que nos hicieron durante ochocientos largos años. Sobre todo... estábamos mojados».

En la Irlanda del siglo XXI uno se sigue mojando, faltaría más. Se moja en Limerick, en la patria chica de Frank McCourt. Se moja en las callejas adoquinadas de Temple Bar, en Dublín; en las interminables praderas salpicadas de flores donde los castillos, las mansiones y las casonas de campo no son más que gotas de lluvia; en el filo de los vertiginosos acantilados y en los recintos monásticos donde el tiempo se sentó un buen día a esperar Dios sabe qué. Pero, irremediablemente, el sol termina por hacer jirones las nubes. Después del callejeo, la sonrisa del viandante se ilumina al entrar en un pub dublinés, promesa de amigables charlas al abrigo de una bebida oscura, espumosa y con sabor a cebada tostada. El verde de los jardines se vuelve brillante, haciendo bueno el tópico, qué remedio, de una isla esmeralda. Los murallones de Moher (ocho kilómetros de longitud) y Slieve League (598 metros de altura, récord europeo) se muestran en toda su plenitud, y parecen gritarle al océano: «No puedes pasar». Las torres cilíndricas y las grandes cruces celtas cogen foco, presumiendo de tantas centurias de vigilancia.

«Han traído ustedes el sol». Marie regenta un «bed & breakfast» en Lismore. Es una acogedora casa con las paredes decoradas de mariposas de cerámica y rodeada de pura naturaleza. Marie y su marido decidieron abrir este establecimiento recientemente, y con la campaña de verano tienen para vivir sin agobios. Lismore, al sur del país, ni siquiera está en las rutas «ortodoxas» para los turistas, pero tiene una fortaleza imponente junto a un río donde los paisanos pescan y se emborrachan de paz. Lugares como éste los hay a puñados. Naturalmente, están las atracciones imprescindibles, como Killarney y su entorno, pero Irlanda invita a la exploración improvisada. Hay tantos «B&B» y en rincones tan llenos de encanto que es fácil repetir la socorrida frase de «me perdería aquí una buena temporada».

La tentación aguarda al doblar cada recodo costero de los condados de Cork y Kerry. Cinco penínsulas que, como dedos de una mano, se entrelazan con las espumas del mar. Uno empieza en Kinsale, con sus fachadas de colores vivos que esconden librerías y tiendas de artesanía, y quiere quedarse. Uno llega a Mizen Head, donde los alcatraces arbitran el pulso entre el acantilado y las olas, y pierde toda prisa. La tierra alfombrada se muda en farallones rocosos o en playas de fina arena en las penínsulas de Sheep's Head y Beara. Más arriba, el «Ring of Kerry» atraviesa alguno de los escenarios más bellos del país. Si desea zambullirse en los ritmos ancestrales, dé una vuelta más de tuerca y visite las islas Skellig, con sus fortificaciones y monasterios perdidos en la noche de los tiempos, o Dingle, el «dedo meñique» de esa mano imaginaria, tal vez la zona más apegada a las tradiciones gaélicas.

La mezcla entre tradición y modernidad barniza la isla, y es sin duda uno de los factores que han contribuido más poderosamente a la «reconciliación» de los irlandeses, a la superación de los fantasmas del pasado. Tanto en la República de Irlanda como en Irlanda del Norte las gentes celebran su herencia cultural. Hablan de los hados —criaturas que viven en un mundo paralelo al nuestro—; de héroes mitológicos como Cuchulain, un imbatible guerrero de la provincia del Ulster, o del gigante Finn MacCool, que construyó una calzada para abrirse camino a través del mar y llegar hasta su amada, que vivía en una isla de Escocia. La música de los bardos, melodías que parecen tarareadas por el mar, las montañas y el viento, han llegado a nuestros días e inspirado a grandes artistas irlandeses, como U2, Enya, The Corrs, The Cranberries, The Dubliners, The Chieftains, Pogues... La lista es casi tan interminable como la de sus genios literarios: Oscar Wilde, Samuel Beckett. W. B. Yeats, Jonathan Swift, James Joyce...

El autobús turístico llega al destartalado muelle de Belfast donde se construyó el «Titanic». Cuesta imaginar que el fastuoso barco —cuya leyenda sí ha demostrado ser insumergible— ocupó un día este espacio vacío. Después, recorre los barrios del oeste donde viven las dos comunidades obreras rivales: la protestante de Shankill Road y la católica de Falls Road. Las pintadas y alambradas hablan de un periodo convulso que la ciudad, con la mirada clavada en el futuro, quiere superar. Belfast se despereza y abandona poco a poco el blanco y negro.

Verde, húmeda, joven, amistosa, vitalista, musical, ecológica, tradicional, moderna... La isla del trébol y el arpa terminó emigrando de sí misma llevándose un equipaje que sorprende a los viajeros, que se sienten como en casa aunque la decoración sea muy distinta. Éste es un gran país. Frank McCourt, que cuando recuerda su infancia se pregunta cómo pudo sobrevivir siquiera, sin duda estaría de acuerdo con que Irlanda, hoy, «lo es».

(Publicado en ABC el 23-10-2004)