Dos años después de la catástrofe del «Prestige», la Costa de la Muerte presenta un aspecto bastante aseado y sus gentes un mejor ánimo, aunque no es oro todo lo que reluce. De vuelta al lugar del crimen se descubre que, tras la retirada del chapapote, se ha destapado la crisis de una forma de vida. Los protagonistas de entonces nos cuentan cómo les va la resaca de la marea negra
«Benvido a ruta do fuel». La pintada en un muro junto a la carretera, poco antes de llegar a Caión, no fue sólo una ironía, sino un estado de ánimo a finales de 2002. Hoy, esa pintada echa un lazo a la memoria, porque el presente de Caión, el pueblo donde comienza la Costa de la Muerte, es muy distinto al de aquellos tiempos aciagos. La playa sepultada por el engrudo viscoso es hoy un arenal limpio que invita al paseo cuando baja la marea. Los roquedos de las calas cercanas tienen algunas salpicaduras negras que el mar aún no ha lavado, pero todo se andará. Para quienes vieron la destrucción total de estos lugares la imagen resulta tan sorprendente que parece un montaje. Los ecologistas consideran que la muerte silenciosa sigue actuando bajo las piedras y en los fondos marinos, que la costa gallega, más que limpia, está maquillada. Pero en Caión prefieren creer lo que ven.«Es triste reconocer que el accidente de un petrolero nos ha puesto en el mapa, pero ésa es la realidad», comenta Evaristo Lareo, patrón mayor de la cofradía. «Las ayudas llegaron a tiempo, han mejorado las infraestructuras y, si construyen el puerto exterior de La Coruña —el emplazamiento elegido está a un puñado de kilómetros del municipio— la comarca se revitalizaría definitivamente». Sin embargo, hay otra realidad de ahora mismo que desasosiega a Lareo, y tiene que ver, de nuevo,con el hidrocarburo. «El precio del gasóleo para los barcos se está poniendo prohibitivo, y el Gobierno no hace nada por remediarlo. Los que antes chillaban están callados como tumbas y no quieren saber nada de movilizaciones. El “Prestige” ya pasó; los problemas de fondo, no».
El runrún se escucha desde hace años en Caión. «Este oficio va mal, y no es culpa del “Prestige”, señala José Antonio Canedo, que se dedicaba hasta hace un mes a la pesca de cerco (especies pelágicas, como la sardina y el jurel). «Ya no ando a la mar. El mes pasado desguacé el barco, porque tenía una edad y no estaba para venderlo». ¿Prejubilación? No, reciclaje forzoso. «No encontraba mano de obra nacional. La gente de aquí está desertando de la pesca. Es posible reunir una tripulación, pero de origen peruano o subsahariano». Hace apenas un lustro, el 75 por ciento de la población de la vecina Malpica vivía directamente del mar. Ahora esa proporción se ha reducido a casi la mitad porque no hay relevo. Los jóvenes prefieren buscarse la vida en tierra firme.
Oiga, ¿es cierto que por aquí se ha sustituido el grito de «Nunca máis» por el de «Outro máis»?
La pregunta es recurrente en este aniversario. «Hombre, nadie quiere otro siniestro, pero hay quien lo dice con la boca pequeña —se ríe Canedo—. Tenga en cuenta que hubo mucha gente que cobró 1.200 euros al mes durante ocho meses por estar con los brazos cruzados. Pero diga usted que lo del “outro máis” no es más que un chascarrillo de bar».
Bromas, las justas. El puerto exterior de La Coruña se ve como una oportunidad, pero también como un riesgo. «El mal tiempo mete mucho miedo en estas aguas —continúa este pescador en paro—. Cuando te pilla un temporal y el barco está entre ola y ola, llegas a perder la visión de la costa. El centro de medición de oleaje y corrientes que hay en el pueblo detectó en una ocasión una ola de 14 metros de altura. No quiero ni pensar qué puede ocurrir cuando, en plena tormenta, tenga que entrar un carguero de gran tamaño en esas instalaciones. No creo que nadie en su sano juicio quiera la destrucción del lugar donde nacieron sus hijos a cambio de subvenciones».Dinero que, en el caso del «Prestige», no llegó a todo el mundo. Tres recodos de costa más al oeste, en Corme, el polígono de bateas que se fundó en 2000 todavía no ha dado sus frutos. La instalación costó 1,8 millones de euros (300 millones de pesetas). Cuando a mediados de otoño de 2002 las bateas estaban cargadas y los mejilloneros se preparaban para recoger la cosecha, llegó la marea negra y lo arruinó todo. Los primeros análisis de la aguas del polígono —situado a apenas doscientos metros del puerto— revelaron una tasa de contaminación nueve veces superior a la permitida. «Tuvimos que quemar más de un millón de kilos de mejillones», se lamenta Inocencio Suárez, patrón mayor de la cofradía de Corme. «Y no vimos un duro. Mire —señala los acantilados de enfrente—, ahí están trabajando los “percebeiros”. Si ellos recibieron ayudas, y me parece muy bien, ¿por qué nosotros no?».
Inocencio y sus socios acaban de dragar el fondo para terminar de retirar los últimos grumos de fuel. Están trabajando muy duro para que, dentro de aproximadamente un año, sus esfuerzos se vean por fin recompensados. La acuicultura no consiste en dejar que engorde el producto, y ya está. Exige una dedicación que sorprende a los paganos. El patrón mayor se queja de que «los intereses de la deuda ya han generado nuevos intereses, así que no sé cuándo será rentable este negocio», pero mientras su embarcación pone rumbo al grupo de artefactos que flota en el mar le pierde la pasión, y empieza a hablar del diminuto de las «long lines» (traducido: los minúsculos mejillones que se siembran en las líneas de cultivo para que empiecen su crecimiento), de los cuatro tamaños de «bicho» y su colocación en mini bateas y bateas, de cómo se recogen las cuerdas sobrecargadas y se redistribuye el producto para que engorde bien... Hacen falta 18 meses para lograr un mejillón comercial. Isidoro rompe la concha de uno de buen porte y pasa la uña delicadamente por la carne del animal. «Todo esto son huevos. Miles de ellos. Cuando los mejillones los sueltan en primavera, una marea de crías se distribuye por la bahía». Una marea de esperanza que queda prendida en las cuerdas limpias.
Los «percebeiros» llegan a pie o en coche a lo alto de los acantilados de O Canteiro. Enfrente está Corme mirándose en un mar como un plato. El día, espléndido, promete una buena faena. Hay chavales jóvenes, pero la mayoría son mariscadores veteranos, incluyendo algunas mujeres con edad de ser abuelas que se mueven como gatas en este terreno resbaladizo. Se ponen el neopreno, cogen la ferrada (herramienta que usan para arrancar el percebe de la roca, básicamente un palo con una gran espátula en la punta) y echan a andar monte abajo, hasta llegar a las piedras. «Somos unos cien», explica José Nuñel, el presidente de los mariscadores de Corme. «La mitad venimos por tierra y la otra mitad por mar, para acceder a los pequeños islotes». Hasta mediados de octubre habían conseguido extraer 22.787 kilos de percebes (que se vendieron por 454.492 euros). Si el final de temporada se da bien, llegarán a los 40.000 kilos. «No está mal, ¿verdad? Aunque la abundancia tira los precios».
En efecto, no está mal. Sobre todo por el infierno que se vivió aquí hace dos años. Nuñel se ve en una fotografía sacada en diciembre de 2002. Aparece vestido con un mono blanco pringado de fuel y con el gesto crispado por la desesperación. El decorado a sus espaldas es el Roncudo, la mejor reserva del mundo de este fruto de mar. Los acantilados donde el mar pega más fuerte y los percebes se hacen más «testos», más duros y compactos. El caviar del marisco. «Esa zona está hoy limpia, pero no la tocaremos hasta Navidad. El año pasado, el kilo de percebes del Roncudo se vendía a 125 euros (unas 20.000 pesetas)».
Entre los «percebeiros» que se afanan en O Canteiro está Rita, una valiente mujer que echó el resto quitando chapapote hasta que los vómitos y los mareos la retiraron de la pelea. El médico le dijo entonces que estaba embarazada. Más tarde perdió el bebé, pero volvió a quedarse en estado y alumbró una niña que es un símbolo de la renovación de su mundo. «¡Eeeeeh...!», exclama Rita para avisar a sus compañeros de que viene una ola con malas intenciones. Los «percebeiros» se ponen a salvo y, cuando pasa el peligro, continúan arrancando piñas de percebes con las ferradas. Depositan el marisco en una pequeña bolsa de red colgada en la cintura. Una vez llena, vacían su contenido en cubos, y vuelta a empezar. Los matrimonios forman «equipo»: mientras uno recolecta, el otro criba los manojos quedándose con los mejores ejemplares, y les quitan con un cuchillo el verdín y las piedras adheridas para que luzcan esplendorosos en la lonja. «Nos vamos a otra zona —se despide Rita—, que estas piedras ya están agotadas. Hasta la vista, pues». Los «percebeiros» de Corme, aquellos que se ponían en primera línea de fuego contra el fuel, vuelven a pensar que hay futuro.
La «zona cero» es un hervidero. Cincuenta pequeñas figuras se han dispersado en la playa del Coído con las herramientas en la mano: cubos, palas y rastrillos. La escena resulta extrañamente familiar, pero no, no se trata de una cuadrilla de voluntarios quitando chapapote, sino de los alumnos del Colegio Virgen de la Barca, de Muxía, felices porque el recreo de hoy ha sido especial. En el lugar que resumió la tragedia de Galicia en 2002, el epicentro del apocalipsis, donde centenares de voluntarios se sintieron actores de una broma macabra (se retiraban agotados después de sacar toneladas de chapapote y, unas horas después, les sorprendía otro amanecer negro), hoy es posible ver a unos «nenos» de entre tres y cinco años haciendo castillos con arena limpia y recolectando pequeños moluscos entre las piedras.
«Los niños no son tontos. Veían a sus padres apesadumbrados en casa, sin poder salir a pescar, y lo pasaban mal», explica María Luisa Domínguez, la directora del centro. «Muxía tiene ahora un gran aspecto, porque la Administración se volcó aquí con los dineros y se limpió el Coído roca a roca con agua caliente a presión. Había un interés especial en que el pueblo y su entorno quedaran como una patena. Pero no se ha producido el empujón turístico que se esperaba. Durante un tiempo vinieron muchos curiosos, pero de paso, porque les daba morbo ver cómo había quedado la llamada “zona cero”. Recuerdo que en 2002 los voluntarios se despedían de nosotros diciendo: “Volveremos en vacaciones para poder disfrutar de este hermoso lugar en lugar de padecerlo”. A la mayoría todavía los estamos esperando, aunque, bueno, es normal...».
La casa de María Luisa tiene vistas al mar. De vez en cuando, cuando se asoma por la ventana, aún le parece ver en el horizonte aquel petrolero maldito que estuvo a las puertas de Muxía, como lanzando una advertencia de lo que vendría después. Al día siguiente, un temporal de olas negras arrasó la playa, el paseo marítimo y los corazones de los habitantes. Hoy el pueblo parece recién estrenado.
En el cercano cabo Touriñán, donde se vivieron escenas dignas de una película de catástrofes —helicópteros, camiones, excavadoras y cientos de extras rodeados de espumas negras—, los «percebeiros» que entonces se jugaban la vida sacando chapapote hoy se la juegan ganándose el jornal. En días de temporal, el mar parece aquí un monstruo que se infla, que golpea, que forma remolinos, y cualquiera que se asome al borde del precipicio puede sentir la narcosis del vértigo. Hoy está en relativa calma, pero sigue imponiendo. Mar bravo equivale a percebes «testos». En otros lugares son alargados y con menos carne; como sueltan agua, reciben el nombre de «mexons» (meones). Los mariscadores se descuelgan con cuerdas o saltan de roca en roca hasta llegar a su presa, y desde arriba parece que alguna ola acabará engulléndolos.
En Finisterre, la estación final de la «ruta del fuel» de la Costa de la Muerte, continúan mirando de reojo el horizonte. El «Prestige» es historia, o casi —todavía vuelve a puerto algún pesquero con los aparejos manchados de restos de fuel—, pero 24 millas más allá del cabo, en el corredor marítimo, siguen pasando enormes buques, aunque aquellos que llevan la panza llena de mercancías peligrosas utilizan una vía que está a 40 millas. «El mar es el mar, no nos vamos a engañar», comenta José Manuel Martínez, Manolete para sus paisanos y para muchos de los que vieron y contaron lo que aquí se coció hace dos años. Entre noviembre y diciembre de 2002, el móvil de Manolete no dejó de sonar, casi siempre como preludio de malas noticias. «Mientras pasen barcos por este litoral, habrá naufragios, y no es fatalismo gallego, es pura estadística. Sería bueno que el corredor se desplazara unas millas más allá, pero tampoco se puede alejar demasiado, porque si se produce un accidente los helicópteros no tendrían autonomía suficiente para trabajar en el rescate».
Finisterre ha recuperado la «normalidad»: el volumen de capturas es el mismo que en años anteriores a la tragedia. Lo que más se trabaja es el pulpo. «Se están cogiendo bastantes crías, lo cual es buena señal. Estos ejemplares se devuelven al mar. Son la siembra para años venideros», comenta el patrón mayor. Pero el mar, cuando se enfurece, sigue vomitando fuel a algunas de las playas del municipio. También unos kilómetros más al sur, en Carnota, donde un retén patrulla la costa. Y en las protegidas Cíes, que forman parte del Parque Nacional de las Islas Atlánticas. Llega poco, pero suficiente para que nadie tenga la tentación de abrazar el olvido.
(Publicado en ABC el 21-11-2004)
21.11.04
23.10.04
LA ISLA DE LOS TESOROS
Más allá de los tópicos, Irlanda es un lugar sorprendente por su mezcla de tradición y futuro
«Ha sido una noche encantadora, Frank. ¿Verdad que éste es un gran país?». «Lo es». Frank McCourt acaba así su novela, «Las cenizas de Ángela», una autobiografía que relata su estremecedora peripecia infantil en una Irlanda asfixiada por la miseria y la intransigencia, donde hay que sentirse afortunado por poder lamer un papel de periódico grasiento que ha servido para envolver pescado frito, o por compartir un retrete con varias decenas de personas, o por burlar la tisis un día más. El gran país al que se refieren esas últimas líneas del libro es Estados Unidos, adonde Frank escapó en busca de una vida mejor. «En todas partes hay gente que presume y que se lamenta de las penalidades de sus primeros años, pero nada puede compararse con la versión irlandesa: la pobreza; el padre, vago, locuaz y alcohólico; la madre, piadosa y derrotada, que gime junto al fuego; los sacerdotes, pomposos; los maestros de escuela, despóticos; los ingleses y las cosas tan terribles que nos hicieron durante ochocientos largos años. Sobre todo... estábamos mojados».
En la Irlanda del siglo XXI uno se sigue mojando, faltaría más. Se moja en Limerick, en la patria chica de Frank McCourt. Se moja en las callejas adoquinadas de Temple Bar, en Dublín; en las interminables praderas salpicadas de flores donde los castillos, las mansiones y las casonas de campo no son más que gotas de lluvia; en el filo de los vertiginosos acantilados y en los recintos monásticos donde el tiempo se sentó un buen día a esperar Dios sabe qué. Pero, irremediablemente, el sol termina por hacer jirones las nubes. Después del callejeo, la sonrisa del viandante se ilumina al entrar en un pub dublinés, promesa de amigables charlas al abrigo de una bebida oscura, espumosa y con sabor a cebada tostada. El verde de los jardines se vuelve brillante, haciendo bueno el tópico, qué remedio, de una isla esmeralda. Los murallones de Moher (ocho kilómetros de longitud) y Slieve League (598 metros de altura, récord europeo) se muestran en toda su plenitud, y parecen gritarle al océano: «No puedes pasar». Las torres cilíndricas y las grandes cruces celtas cogen foco, presumiendo de tantas centurias de vigilancia.
«Han traído ustedes el sol». Marie regenta un «bed & breakfast» en Lismore. Es una acogedora casa con las paredes decoradas de mariposas de cerámica y rodeada de pura naturaleza. Marie y su marido decidieron abrir este establecimiento recientemente, y con la campaña de verano tienen para vivir sin agobios. Lismore, al sur del país, ni siquiera está en las rutas «ortodoxas» para los turistas, pero tiene una fortaleza imponente junto a un río donde los paisanos pescan y se emborrachan de paz. Lugares como éste los hay a puñados. Naturalmente, están las atracciones imprescindibles, como Killarney y su entorno, pero Irlanda invita a la exploración improvisada. Hay tantos «B&B» y en rincones tan llenos de encanto que es fácil repetir la socorrida frase de «me perdería aquí una buena temporada».
La tentación aguarda al doblar cada recodo costero de los condados de Cork y Kerry. Cinco penínsulas que, como dedos de una mano, se entrelazan con las espumas del mar. Uno empieza en Kinsale, con sus fachadas de colores vivos que esconden librerías y tiendas de artesanía, y quiere quedarse. Uno llega a Mizen Head, donde los alcatraces arbitran el pulso entre el acantilado y las olas, y pierde toda prisa. La tierra alfombrada se muda en farallones rocosos o en playas de fina arena en las penínsulas de Sheep's Head y Beara. Más arriba, el «Ring of Kerry» atraviesa alguno de los escenarios más bellos del país. Si desea zambullirse en los ritmos ancestrales, dé una vuelta más de tuerca y visite las islas Skellig, con sus fortificaciones y monasterios perdidos en la noche de los tiempos, o Dingle, el «dedo meñique» de esa mano imaginaria, tal vez la zona más apegada a las tradiciones gaélicas.
La mezcla entre tradición y modernidad barniza la isla, y es sin duda uno de los factores que han contribuido más poderosamente a la «reconciliación» de los irlandeses, a la superación de los fantasmas del pasado. Tanto en la República de Irlanda como en Irlanda del Norte las gentes celebran su herencia cultural. Hablan de los hados —criaturas que viven en un mundo paralelo al nuestro—; de héroes mitológicos como Cuchulain, un imbatible guerrero de la provincia del Ulster, o del gigante Finn MacCool, que construyó una calzada para abrirse camino a través del mar y llegar hasta su amada, que vivía en una isla de Escocia. La música de los bardos, melodías que parecen tarareadas por el mar, las montañas y el viento, han llegado a nuestros días e inspirado a grandes artistas irlandeses, como U2, Enya, The Corrs, The Cranberries, The Dubliners, The Chieftains, Pogues... La lista es casi tan interminable como la de sus genios literarios: Oscar Wilde, Samuel Beckett. W. B. Yeats, Jonathan Swift, James Joyce...
El autobús turístico llega al destartalado muelle de Belfast donde se construyó el «Titanic». Cuesta imaginar que el fastuoso barco —cuya leyenda sí ha demostrado ser insumergible— ocupó un día este espacio vacío. Después, recorre los barrios del oeste donde viven las dos comunidades obreras rivales: la protestante de Shankill Road y la católica de Falls Road. Las pintadas y alambradas hablan de un periodo convulso que la ciudad, con la mirada clavada en el futuro, quiere superar. Belfast se despereza y abandona poco a poco el blanco y negro.
Verde, húmeda, joven, amistosa, vitalista, musical, ecológica, tradicional, moderna... La isla del trébol y el arpa terminó emigrando de sí misma llevándose un equipaje que sorprende a los viajeros, que se sienten como en casa aunque la decoración sea muy distinta. Éste es un gran país. Frank McCourt, que cuando recuerda su infancia se pregunta cómo pudo sobrevivir siquiera, sin duda estaría de acuerdo con que Irlanda, hoy, «lo es».
(Publicado en ABC el 23-10-2004)
«Ha sido una noche encantadora, Frank. ¿Verdad que éste es un gran país?». «Lo es». Frank McCourt acaba así su novela, «Las cenizas de Ángela», una autobiografía que relata su estremecedora peripecia infantil en una Irlanda asfixiada por la miseria y la intransigencia, donde hay que sentirse afortunado por poder lamer un papel de periódico grasiento que ha servido para envolver pescado frito, o por compartir un retrete con varias decenas de personas, o por burlar la tisis un día más. El gran país al que se refieren esas últimas líneas del libro es Estados Unidos, adonde Frank escapó en busca de una vida mejor. «En todas partes hay gente que presume y que se lamenta de las penalidades de sus primeros años, pero nada puede compararse con la versión irlandesa: la pobreza; el padre, vago, locuaz y alcohólico; la madre, piadosa y derrotada, que gime junto al fuego; los sacerdotes, pomposos; los maestros de escuela, despóticos; los ingleses y las cosas tan terribles que nos hicieron durante ochocientos largos años. Sobre todo... estábamos mojados».
En la Irlanda del siglo XXI uno se sigue mojando, faltaría más. Se moja en Limerick, en la patria chica de Frank McCourt. Se moja en las callejas adoquinadas de Temple Bar, en Dublín; en las interminables praderas salpicadas de flores donde los castillos, las mansiones y las casonas de campo no son más que gotas de lluvia; en el filo de los vertiginosos acantilados y en los recintos monásticos donde el tiempo se sentó un buen día a esperar Dios sabe qué. Pero, irremediablemente, el sol termina por hacer jirones las nubes. Después del callejeo, la sonrisa del viandante se ilumina al entrar en un pub dublinés, promesa de amigables charlas al abrigo de una bebida oscura, espumosa y con sabor a cebada tostada. El verde de los jardines se vuelve brillante, haciendo bueno el tópico, qué remedio, de una isla esmeralda. Los murallones de Moher (ocho kilómetros de longitud) y Slieve League (598 metros de altura, récord europeo) se muestran en toda su plenitud, y parecen gritarle al océano: «No puedes pasar». Las torres cilíndricas y las grandes cruces celtas cogen foco, presumiendo de tantas centurias de vigilancia.
«Han traído ustedes el sol». Marie regenta un «bed & breakfast» en Lismore. Es una acogedora casa con las paredes decoradas de mariposas de cerámica y rodeada de pura naturaleza. Marie y su marido decidieron abrir este establecimiento recientemente, y con la campaña de verano tienen para vivir sin agobios. Lismore, al sur del país, ni siquiera está en las rutas «ortodoxas» para los turistas, pero tiene una fortaleza imponente junto a un río donde los paisanos pescan y se emborrachan de paz. Lugares como éste los hay a puñados. Naturalmente, están las atracciones imprescindibles, como Killarney y su entorno, pero Irlanda invita a la exploración improvisada. Hay tantos «B&B» y en rincones tan llenos de encanto que es fácil repetir la socorrida frase de «me perdería aquí una buena temporada».
La tentación aguarda al doblar cada recodo costero de los condados de Cork y Kerry. Cinco penínsulas que, como dedos de una mano, se entrelazan con las espumas del mar. Uno empieza en Kinsale, con sus fachadas de colores vivos que esconden librerías y tiendas de artesanía, y quiere quedarse. Uno llega a Mizen Head, donde los alcatraces arbitran el pulso entre el acantilado y las olas, y pierde toda prisa. La tierra alfombrada se muda en farallones rocosos o en playas de fina arena en las penínsulas de Sheep's Head y Beara. Más arriba, el «Ring of Kerry» atraviesa alguno de los escenarios más bellos del país. Si desea zambullirse en los ritmos ancestrales, dé una vuelta más de tuerca y visite las islas Skellig, con sus fortificaciones y monasterios perdidos en la noche de los tiempos, o Dingle, el «dedo meñique» de esa mano imaginaria, tal vez la zona más apegada a las tradiciones gaélicas.
La mezcla entre tradición y modernidad barniza la isla, y es sin duda uno de los factores que han contribuido más poderosamente a la «reconciliación» de los irlandeses, a la superación de los fantasmas del pasado. Tanto en la República de Irlanda como en Irlanda del Norte las gentes celebran su herencia cultural. Hablan de los hados —criaturas que viven en un mundo paralelo al nuestro—; de héroes mitológicos como Cuchulain, un imbatible guerrero de la provincia del Ulster, o del gigante Finn MacCool, que construyó una calzada para abrirse camino a través del mar y llegar hasta su amada, que vivía en una isla de Escocia. La música de los bardos, melodías que parecen tarareadas por el mar, las montañas y el viento, han llegado a nuestros días e inspirado a grandes artistas irlandeses, como U2, Enya, The Corrs, The Cranberries, The Dubliners, The Chieftains, Pogues... La lista es casi tan interminable como la de sus genios literarios: Oscar Wilde, Samuel Beckett. W. B. Yeats, Jonathan Swift, James Joyce...
El autobús turístico llega al destartalado muelle de Belfast donde se construyó el «Titanic». Cuesta imaginar que el fastuoso barco —cuya leyenda sí ha demostrado ser insumergible— ocupó un día este espacio vacío. Después, recorre los barrios del oeste donde viven las dos comunidades obreras rivales: la protestante de Shankill Road y la católica de Falls Road. Las pintadas y alambradas hablan de un periodo convulso que la ciudad, con la mirada clavada en el futuro, quiere superar. Belfast se despereza y abandona poco a poco el blanco y negro.
Verde, húmeda, joven, amistosa, vitalista, musical, ecológica, tradicional, moderna... La isla del trébol y el arpa terminó emigrando de sí misma llevándose un equipaje que sorprende a los viajeros, que se sienten como en casa aunque la decoración sea muy distinta. Éste es un gran país. Frank McCourt, que cuando recuerda su infancia se pregunta cómo pudo sobrevivir siquiera, sin duda estaría de acuerdo con que Irlanda, hoy, «lo es».
(Publicado en ABC el 23-10-2004)
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