Hielo y fuego esculpen en el siglo XXI la tierra más joven del planeta, todavía en formación. La inquieta (e inquietante) pubertad de Islandia ha convertido a la vieja Europa en una ratonera. En nuestro mundo donde todo está atado y bien atado el volcán Eyjafjalla ha decidido no ser un convidado de piedra.
La postal muestra a una pareja pasando las de Caín. Está subiendo en bicicleta una empinada cuesta de ripio en medio de un diluvio. Alrededor, un paisaje primigenio: montañas, glaciares y un río en cuyos meandros no hay construcciones humanas, ni tan siquiera árboles. La postal tiene una leyenda que dice lo siguiente: «Biking in Iceland: a relaxing and refreshing holiday» (Ciclismo en Islandia: unas vacaciones relajantes y refrescantes). A pesar de la ironía, no son pocos los que eligen este medio de transporte para vivir su aventura en una tierra con sabor a origen, donde el hielo y el fuego todavía no han terminado de definir unos decorados vacíos de lo que llamaríamos civilización. Destino turístico para gente que no abomina del frío y la lluvia —pero sí abomina de aglomeraciones—, Islandia saltó a los papeles en el otoño de 2008 cuando quebraron y se nacionalizaron tres de sus principales bancos, lo que dio pie a un ciudadano británico a «subastar» el país en eBay para llamar la atención sobre su gravísima situación económica. El precio de salida era 90 peniques, aunque la cantante Björk no estaba incluida en el paquete.
La vieja Europa miró entonces con conmiseración a su joven pariente —que solicitó formalmente su ingreso en la UE en 2009—, una isla de 103.000 kilómetros cuadrados (una quinta parte que España) y 320.000 habitantes situada en mitad de ninguna parte, a 970 kilómetros de Noruega y 798 de Escocia. El plato frío de la «venganza» acaba de servirse de la única manera posible, con una reacción incontestable de la naturaleza. La erupción del volcán Eyjafjalla, difícil de escribir e imposible de pronunciar, como tantos nombres islandeses, ha cerrado el tráfico aéreo europeo (cien mil vuelos cancelados) convirtiendo el continente en una ratonera y provocando unas las pérdidas de cientos de millones de euros. Más allá de la cifras llama la atención la estupefacción de una sociedad acostumbrada a tenerlo todo bien atado. El laboratorio geológico que inspiró a Julio Verne para su «Viaje al centro de la Tierra» (los protagonistas bajan por una chimenea del volcán Snæfells, en el oeste de Islandia) nos remite a los remotos tiempos en que nuestra especie era tan carne de cañón como cualquier otra.
Que la naturaleza manda lo tienen claro los islandeses desde siempre. Estos tipos tranquilos eligieron vivir sobre una criatura viva y cambiante donde el fuego se asoma por una treintena de volcanes activos y centenares de fumarolas. Casi un millar de manantiales de aguas calientes proporcionan una calefacción no contaminante al 90 por 100 de los hogares. Las piscinas termales —como la famosa Laguna Azul, cerca de Reykjavik— y el géiser Strokkur, que lanza su columna de agua hirviendo cada cinco minutos para regocijo de los turistas, constituyen la cara amable de la isla; los volcanes, en cambio, se gastan otros humos.
Sol invisible
En el siglo XIV hubo varias erupciones muy destructivas del volcán Hekla, el más activo de Islandia, «la puerta de los infiernos» para los europeos de la Edad Media; esta semana la televisión pública islandesa informó que el Hekla había despertado por simpatía a su vecino Eyjafjalla, aunque el organismo de control aéreo europeo, Eurocontrol, se apresuró a desmentir la noticia. En 1783, la erupción del Laki provocó que se abriera una grieta de treinta kilómetros que vomitó un océano de lava, según cuentan las crónicas. La nube de cenizas oscureció el sol, impidiendo a los hombres hacerse a la mar, y los gases envenenaron los pastos sellando el destino de ovejas, vacas y caballos. Sin pesca ni ganado ni posibilidad de escapar al continente, 10.521 personas murieron de hambre, el 20 por ciento de la población.
Esta actividad destructiva y transformadora es más evidente en el entorno del lago Myvatn, en el noreste de la isla. Krafla es una zona salpicada de cráteres, campos de lava y solfataras donde se llega a la conclusión de que la desolación es bella. Conduciendo por la carretera número 1 en esa dirección se atraviesa Ódáðahraun, donde se entrenaron los primeros astronautas que viajaron a la Luna. Antes de enfilar hacia Myvatn merece la pena girar al norte para visitar Dettifoss, la cascada más caudalosa de Europa, un torrente desmadrado y ensordecedor que sobrecoge, y el Parque Nacional Jökulsárgljúfur, donde se encuentra el cañón de Ásbyrgi que, según la tradición, es la huella dejada por la pezuña de Sleipnir, el caballo volador de Odín. Una explicación más plausible propone que la rasgadura fue obra de una avenida de agua de proporciones inimaginables producida tras una erupción bajo el glaciar Vatnajökull.
Los estados del agua
Con 8.100 kilómetros cuadrados (casi una décima parte de la superficie de Islandia), el Vatnajökull es el mayor glaciar europeo en volumen y compite en área con el Austfonna, situado en la isla de Nordaustlandet, en las Svalbard (Noruega). Mide 150 kilómetros de este a oeste y 100 de norte a sur, y tiene un espesor medio de unos 400 metros (llegando a un máximo de 1.000). Existen varios accesos. Por ejemplo, en el Parque Nacional Skaftafell, donde es posible poner el pie sobre el Skaftafelljökull, un espectacular glaciar que desciende del mar de hielo. O en la laguna de Jökulsárlón, donde flotan enormes témpanos. En Höfn se contratan excursiones en motonieve para adentrarse un poco más en el desierto blanco.
El estado líquido del agua se manifiesta en numerosas cascadas. A la excesiva Dettifoss hay que añadir la fotogénica Skógafoss, como pintada por un niño, y Goðafoss, la «cascada de los dioses», donde se arrojaron las estatuas de las deidades paganas cuando en 999 la Asamblea Nacional decretó que Islandia sería cristiana. Pero el salto que el visitante no olvidará mientras viva es Gullfoss, que junto a Þingvellir y los géisers de Haukadalur forma parte de una popular ruta turística conocida como el Círculo Dorado. Gullfoss, con sus tres escalones y su angosta grieta rompiendo el cauce del río Hvítá, agota los adjetivos. A principios del siglo XX se planeó construir una central hidroeléctrica, lo que hubiera sido un crimen que también habría agotado los calificativos.
Otra postal que se vende en las tiendas de souvenirs muestra un vehículo detenido en una pista por culpa de unas ovejas que le cierran el paso y no tienen intención de moverse. «Driving in Iceland: the grass is always greener in the middle of the road» (Conducir en Islandia: el pasto siempre es más verde en mitad de la carretera). Aquí no puedes hacer planes atendiendo sólo a las reglas humanas. Aquí las gasolineras tienen mangueras para limpiar el vehículo del polvo del camino, aunque al rato volverá a embarrarse. Aquí ocurren prodigios como que surja de repente un pedazo de tierra junto a la costa, como ocurrió en la década de 1960, cuando emergió el islote de Surtsey. Aquí, hipnotizado por las solfataras burbujeantes de Krafla, el turista puede quemarse la planta de los pies. Aquí, en la adolescencia del mundo, un volcán es capaz de parar los relojes de Europa.
Historia ligada al vecindario
Entre 330 y 325 a. C. el navegante griego Pytheas embarcó en Marsella para explorar rutas comerciales en el noroeste de Europa. Rodeó Gran Bretaña y llegó a Noruega. En sus escritos menciona la isla de Última Thule, a seis días de navegación del norte de Escocia. Probablemente se refería a Islandia. Monjes irlandeses llegaron hacia el año 700. Eran más ermitaños que misioneros —no había a quien evangelizar— y fundaron monasterios a lo largo de la costa. Un puñado de colonos nórdicos precedió al primer asentamiento serio, protagonizado por Ingólfur Arnarson, que en 874 fundó Reykjavík (bahía de los humos). En 930 su hijo Porsteinn Ingólfsson creó una Asamblea Nacional en Þingvellir. Después de unos inicios prometedores, el parlamento más antiguo de Europa cayó en corruptelas; diversas incursiones vikingas sembraron el caos en la isla. En el siglo XIII noruegos y daneses tomaron el control. Después de centurias de hambre, guerras y tributos, en 1918 Islandia se convirtió en un estado independiente dentro del reino de Dinamarca. Copenhague gestionó su política exterior y de defensa hasta 1940, cuando Dinamarca fue ocupada por Alemania. En mayo de 1941 logró la independencia. El establecimiento formal de la república tomó cuerpo en Þingvellir el 17 de junio de 1944.
Publicado en ABC el 25 de abril de 2010