Nada hay comparable al lejano sur. Allí labraron sus hazañas los exploradores de la edad heroica y sitúan la última frontera los viajeros de nuestro tiempo. Hito geográfico, pero también un estado de ánimo
El «Fram» atraviesa una crujiente lámina salpicada de galletas de hielo, flanqueado por imponentes acantilados y lenguas de glaciares que se reflejan en el espejo grisáceo del mar. La tripulación llama al Canal de Lemaire el «Kodak Crack» por la cantidad de disparos de las cámaras que rompen el silencio durante la travesía. Es el único ruido que se escucha, con permiso del viento, pues los pasajeros apenas balbucean alguna palabra de admiración. A menudo se preguntan si de verdad están aquí, si este lugar salvaje e inhóspito existe, si la pétrea espina dorsal que surge del océano es real y no un decorado digital, y les asalta la convicción de que un paso más allá del refugio flotante serían carne de cañón. Aunque otros experimentaron la desolación y vivieron para contarlo.
Con 11 kilómetros de longitud y 1.500 metros de anchura, este canal pegado a la Península Antártica fue descubierto por una expedición alemana durante el verano austral de 1873-74, pero no fue navegado en su totalidad hasta el viaje de Adrien de Gerlache a bordo del «Bélgica» en 1898-99. Gerlache lo bautizó en honor del explorador del Congo Charles Lemaire. Por aquel entonces quedaban últimas fronteras que cruzar, en África, en la Terra Australis Incognita y hasta en la Luna, y el mundo era tan interesante que no había segundas vidas que vivir en el ciberespacio. La edad heorica de la exploración estaba a punto de comenzar con su rosario de hazañas y tragedias. Pero el viajero de nuestro tiempo, ese que muestra a los suyos, a miles de kilómetros de distancia, los témpanos de hielo a través de la webcam de su portátil, no puede abstraerse de esas historias del lejano sur. Quizás sienta una presencia invisible que le acompaña en la Antártida, como la sintieron Shackleton y sus compañeros de naufragio en el último tramo de su epopeya.
La carrera hacia el Polo Sur
Aunque algunos historiadores creen que el español Gabriel de Castilla pudo ver alguna de las islas Shetland del Sur en 1603 y el británico James Cook fue el primero en cruzar el Círculo Polar Antártico y circunnavegar el continente en la década de 1770, la confirmación de que más allá del Pasaje de Drake había tierra llegaría el 19 de febrero de 1819: el inglés William Smith avistó de forma casual la isla Livingston cuando viajaba desde Montevideo a Valparaíso. Los cazadores de focas tomarían las Shetland y el extremo norte de la Península Antártica a lo largo del siglo XIX, antes de la llegada de los grandes aventureros.
La exploración de la Antártida no tenía parangón; no había que enfrentarse a animales salvajes ni a indígenas hostiles (de hecho, fue auténticamente descubierta por sus exploradores, pues nunca habitó ser humano allí). El oponente era más formidable: vientos de hasta 300 kilómetros por hora, temperaturas inferiores a los 50 grados bajo cero, un océano con aspecto de criatura viva en cabreo permanente, una banquisa que atrapaba y trituraba los barcos, una costa sin apenas puertos naturales y largos días de helado silencio. La lucha se establecía entre el aventurero y las fuerzas desatadas de la naturaleza, entre el hombre y los límites de su resistencia. A principios del siglo XX el reto se salpimentó con la rivalidad entre británicos y noruegos, en la que tres nombres brillaron con luz propia: Robert Falcon Scott, Ernest Shackleton y Roald Amundsen. La soberbia e incompetencia de unos fue decisiva en la resolución de la carrera hacia el Polo Sur.
Scott y Shackleton se asociaron en 1901 y, a bordo del «Discovery», inauguraron la edad heroica. Junto con el doctor Edward Wilson recorrieron 1.536 kilómetros en 94 días y llegaron a casi 1.200 kilómetros de su objetivo, teniendo que regresar tras pasar un infierno. Los tres hombres no sabían esquiar bien ni guiar a los perros y acabaron enfermos de escorbuto e insultándose en mitad de la nada. Shackleton había aprendido poco de sus errores cuando su buque«Nimrod» se hizo a la mar en 1907. Sin Scott (nunca más recibiría órdenes de nadie) y con subalternos de confianza —entre ellos Frank Wild, que le acompañaría en la expedición del «Endurance»— partió en octubre de 1908 de Cabo Royds, en la Gran Barrera de Hielo, con diez caballos y nueve perros. Los caballos resbalaban y caían y acabaron formando parte de la dieta de los expedicionarios. A unos 160 kilómetros del Polo, hambrientos y congelados, decidieron dar la vuelta y vivir antes que alcanzar la gloria y morir.
Ese destino le estaba reservado a Robert Scott, sumándose además la amargura de no ser el primero en llegar al Polo Sur. Su expedición y la de Amundsen emprendieron la marcha en octubre de 1911; Scott siguió la huella abierta por Shackleton y, como aquel, utilizó caballos (a pesar de su demostrada inutilidad en este terreno), además de trineos a motor que no funcionaban y perros que nadie sabía guiar. Cuando llegaron a su destino comprobaron que el rival noruego, mejor pertrechado y entrenado, les había ganado por la mano. «Ha sucedido lo peor. Se han desvanecido todos los sueños», escribió Scott en su diario. «¡Santo Dios, esto es un lugar espantoso! Y ahora volver a casa, haciendo un esfuerzo desesperado». La última línea de su diario, escrita el 19 de marzo de 1912, presagiaba la tragedia. «Es una lástima, pero no creo que pueda escribir más».
Los que enfilan hoy hacia el lejano sur no tienen que sufrir estos dramas y los modernos buques disponen de calefacción y estabilizadores, pero de algún modo la Antártida sigue reservándose el derecho de admisión. El guardián se llama Pasaje de Drake, un tormentoso tramo de mar de 800 kilómetros de ancho que separa el Cabo de Hornos y las islas Shetland del Sur. Allí se citan los océanos Atlántico y Pacífico y el viaje admite pocas bromas. Fue descubierto por el marino español Francisco de Hoces en 1525, cuando su barco fue arrastrado por un fuerte temporal. De hecho, algunos prefieren llamar al pasaje Mar de Hoces.
El primer viaje documentado lo protagoniza en 1616 el holandés Willem Schouten, descubridor del Cabo de Hornos, una isla barrida por las tempestades. Buscaba una ruta alternativa para sortear el monopolio de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que utilizaba las únicas vías conocidas para llegar a los destinos asiáticos: el Estrecho de Magallanes y el Cabo de Buena Esperanza. Schouten seguía una pista: años antes, en 1578, Francis Drake, durante su circunnavegación del globo—con patente de corso de Isabel I de Inglaterra para tocar las narices a la flota española—, descubrió que Tierra del Fuego no era un nuevo continente como se creía, sino una isla. Había, pues, una alternativa a la ruta «tradicional». El navegante holandés dobló el cabo, al que llamó Hoorn en honor al pueblo en que nació; luego, por esas cosas del lenguaje, pasó a denominarse Hornos. Los años sembraron de pecios las profundidades de alrededor.
Olas de diez metros zarandean el «Fram» mientras avanza por el Pasaje de Drake. Lo levantan sacando su proa del agua, que cae después con estrépito. El mar parece una batidora cuyo contenido cambia de color, del añil al gris metálico, según la luz que le pegue; el viento despeina las crestas de las olas y la espuma pulverizada forma pequeños arcoiris. Albatros y petreles de gigantesca envergadura siguen la estela del barco sin esfuerzo aparente, planeando sobre montañas de agua. A bordo hay tráfico de drogas... legales. A una conocida marca de pastillas antimareo se le une otra, más fuerte. Y pulseras y parches con más pinta de placebo que de otra cosa. Cualquier método vale para salir victorioso de esta travesía de dos o tres días, incluso borrar el vaivén de la mente (quien sea capaz de hacerlo). Dicen que a todo marino que atraviese el Drake le será permitido lucir un aro de oro en la oreja izquierda y podrá orinar en contra del viento. El segundo privilegio suena arriesgado a pesar de todo.
Arqueología antártica
La tregua llega en isla Decepción, en las Shetland del Sur, un antiguo volcán que colapsó dejando que el agua penetrara por un flanco y formara una bahía circular. El acceso se realiza por un estrecho paso conocido como los Fuelles de Neptuno, descubierto en la década de 1820 por cazadores de focas americanos. A principios del siglo XX los barcos balleneros utilizaron una cala cercana para levantar la estación Hektor. Hasta finales de la década de 1930 fueron ocupados todos los puertos naturales de la Península Antártica, donde grandes buques factoría despedazaban a los cetáceos que eran cazados por lanchas en aguas abiertas. Cuando los barcos incorporaron rampas en popa para izar las ballenas a bordo se abandonaron los refugios costeros, que adquirieron la categoría de arqueología. Los restos de la estación Hektor y de la base británica Deception Base B constituyen uno de los monumentos históricos más frecuentados de la Antártida.
Parejitas de pingüinos papúa y barbijo pasean por la playa volcánica, una pandilla de págalos espera picotear algún desperdicio dejado por los turistas (vana esperanza: los guías son muy estrictos con estas frivolidades), algún valiente cava un agujero y prueba las «aguas termales» de Decepción después de darse un chapuzón en el mar —no consta que haya dispensa por ello— y las cabañas en ruinas, los depósitos herrumbrosos de combustible y grasa animal, los restos
de barcazas y los huesos de ballena quedan ahí, inasequibles al paso de las centurias, para ser visitados por las futuras generaciones.
Una luz fantasmal baña el islote de Goudier, el lugar donde se levanta Port Lockroy, una vieja base británica que fue construida en febrero de 1944 en el contexto de la Operación Tabarin de la Royal Navy para contrarrestar las aspiraciones soberanistas de Argentina sobre la Antártida. Chile se sumó a la fiesta y durante aquellos años se levantaron decenas de bases supuestamente científicas que, con el tiempo, fueron abandonadas o cedidas a terceros países. Una goleta irrumpe inopinadamente en el escenario como salida de una película de piratas; pieza de caza mayor para los fotógrafos, que deben de andar con cuidado para no resbalar en el guano de pingüino que se acumula en la playa pedregosa. Port Lockroy fue restaurada en 1996 y desde entonces permanece abierta a los visitantes durante el verano antártico. Ha sido designada monumento histórico —la región del Mar de Ross tiene 14 sitios protegidos relacionados con expediciones británicas de la época heroica— y convertida en museo. Alrededor de 70.000 postales son enviadas desde aquí cada año por los turistas a más de cien países distintos (el correo tarda de dos a seis semanas en llegar pues, obviamente, no existe un servicio exprés).
Herencia de la Operación Tabarin es la base ucraniana Vernadsky, situada en las Islas Argentinas, que inició sus operaciones en 1996 después de que los británicos vendieran la antigua base Faraday a la Academia de Ciencias de Ucrania por el simbólico precio de una libra esterlina. Faraday alcanzó renombre mundial en 1985 cuando sus científicos descubrieron el agujero en la capa de ozono. Vernadsky es famosa por su pub, el más austral del mundo (65º 15' S), donde se sirve una copa de vodka gratis a todas las mujeres que dejan su sujetador aquí. En la pared de «trofeos» del bar hay sostenes de todas las tallas imaginables.
El barco recorre despacio el profundo fiordo de Andvord Bay, que discurre perpendicular al eje principal del Estrecho de Gerlache, penetrando más de 20 kilómetros en la Península Antártica. El paisaje es sobrecogedor, con decenas de icebergs flotando mansamente en la bahía, algunos enormes con forma de castillos almenados, todos irrepetibles y con fecha de caducidad. Espíritus de hielo que surgen de la niebla. Desde aquí al Mar de Weddell, al otro lado del espinazo montañoso, hay apenas 50 kilómetros. En aquellas aguas se fraguó una impresionante hazaña.
Shackleton, endeudado y en el dique seco, tuvo que leer en la prensa la tragedia de Scott y el triunfo de Amundsen. El pescado estaba vendido. ¿O no? «Nunca la bandera arriada, nunca la última empresa». En agosto de 1914, días antes del estallido de la primera guerra mundial, partió hacia el sur. «Queda el viaje más impresionante de todos, la travesía del continente», escribió. Tras navegar en el Mar de Weddell y cuando faltaban 160 kilómetros para llegar a tierra, su barco, el«Endurance», quedó atrapado en el hielo. La batalla por la supervivencia duró veinte meses y ni uno solo de los 27 tripulantes perdió la vida. Los expedicionarios tuvieron que soportar penurias inimaginables, el naufragio del «Endurance» y una durísima travesía en los botes salvavidas a la isla Elefante antes de que Shackleton, con un puñado de hombres, realizara a bordo del «James Caird» uno de los viajes más memorables de la historia de la navegación. Durante su última y extenuante marcha, cruzando a pie los glaciares y montañas sin nombre de la isla de San Pedro en busca de la estación ballenera de Stromness, de la salvación final, Shackleton y sus acompañantes sintieron que alguien más caminaba con ellos...
Una presencia invisible que hace que cada persona sienta en estas latitudes su Antártida particular, salvaje y única.
(Publicado en el D7 de ABC el 04-01-2009)
Foto: Gonzalo Cruz Jr.
4.1.09
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